Las fronteras, piensa cualquiera, están ahí para romperlas y violentarlas, para cruzarlas y volarlas por los aires, provistos de papeles o sin papeles. Fronteras lacustres, aéreas, territoriales, fluviales, marítimas. Fronteras políticas e ideológicas, que dividen países que hablan distintas lenguas y el color de la piel de sus ciudadanos no es el mismo. Puestas en mitad de nuestras vidas por la propia naturaleza o, en su caso, por nosotros mismos.
Alguien mira a un lado o al revés, y el mundo ya es otro. Como si alguien hubiese dado una capa de barniz al paisaje que esconde y nos mostrara otra vida ajena a nuestras expectativas. Sin embargo, este hombre piensa que las peores son las fronteras invisibles, aquellas que se pierden en lontananza, y que, pareciéndonos próximas, nunca se alcanza el límite de una y otra parte.
Están ahí sin estar, sin apenas existir, porque las inventamos cuando nadie acecha, conscientes de que vale la pena soñar a escondidas, inventar otro mundo fabricado a medida, un hábitat imaginado donde metemos los pies creyendo que es una bañera, pero entonces advertimos la inmensidad del océano.
Hay fronteras sospechosamente accesibles, sin vigías camuflados, ni linternas escrutadoras que alumbran una sombra inexistente, ni armas de fuego con silenciador que persuaden al intruso del viaje inútil. Él sabe que las fronteras que no existen son las más arriesgadas.
Pone un pie al otro lado y siente que el cuerpo se hunde en el fango, un fango cremoso con sabor a natillas y a canela, familiar y sutil, que ahoga con una dulzura espesa e inevitable. Este hombre se cansa de ir de allá para acá. Acaso no busca nada. Como le ocurriría a cualquiera de nosotros. Pero la sensación incolora de que los días muertos no se parecen en nada a las promesas que nos han dejado ahora al borde del acantilado, no le deja en paz.
Este hombre ha cruzado la frontera. Era inevitable. Ha dejado atrás una casa, una botella abierta, una mujer que le ama, un perro que duerme su ausencia. Cualquiera se pregunta qué busca allende los mares y los montes. Con toda probabilidad todo aquello que añora lo lleva puesto encima, como su propia piel.
Nadie busca nada afuera de él mismo. Toda esperanza anida tan dentro de nosotros que la podemos confundir con las vísceras, los tumores, las heridas de otras guerras perdidas. Es lo que tiene no mirar hacia adentro: que caminamos sin brújula, sin destino. Es difícil encontrar secuelas de nosotros mismos si no nos sentamos al borde del camino y definimos nuestras propias capacidades. El mundo es tan ancho que es fácil despeñarse por cualquiera de sus vértices.
Este hombre no sabe qué busca y, en este bien entendido, se tira a la tierra, sin agua y sin mapas. Piensa que también los mapas están contaminados, manipulados como parte de nuestra vida que son, desviados del único camino posible. Probablemente lleve razón. En cualquier caso, es inútil advertirle.
El ansia de libertad solo se alimenta de víctimas inocentes e innecesarias. Cualquier día de estos, despierta y advierte que las fronteras puede que no existan. Ese día se sentirá abatido, torpe, viejo tal vez. En qué enredar ahora las horas, se dirá cada mañana, cuando amanezca y las horas sean resplandecientes y nuevas.
Le gustaría adquirir alguna guía precisa sobre aduanas y peajes, puertos y aeropuertos, muros y vallas, límites naturales o creados por el ser humano, violentados o infranqueables, espacios desestructurados e inasequibles al desaliento.
Debe haber rincones en el mundo, sospecha, que nadie ha cruzado, que nadie soñó después de la era de los descubrimientos, algún lugar ignoto adonde los satélites no tienen acceso, alguna gruta sin espeleólogos, cavidades naturales en el subsuelo donde nadie puso sus botas, morfologías geológicas inadvertidas a la ciencia.
Debe haber en el mundo, piensa con desaliento, el lugar vacío al que pretende acceder, sentarse en mitad de esa habitación desamueblada, de ventanas cerradas, esperando que alguien entre en ese espacio y encienda la luz, y le diga ven: aquí no hay vida, la vida está afuera.
Mientras tanto, seguirá buscando por las esquinas de su ciudad una quimera moldeada con arcilla que se derrite en sus propias manos, invisible a los ojos de los demás, la isla desierta que sobrevivió a todo naufragio literario. Pero él está ciegamente convencido de que las sombras esconden fantasmas y que las noches son días de pilas y baterías gastadas, desconectadas de la luz que busca otros amaneceres.
Y cuando verdaderamente amanece, él no ve los árboles que crecen junto a la ventana, ni oye ladrar a los perros, ni vislumbra la claridad que ofrece la mañana. A veces, desde las fronteras invisibles que atenazan su mirada, el mundo es tan centelleante que le deslumbra para adivinar el paraíso que tiene a sus pies. Después observa más allá, donde una línea parte el techo de la cordillera, donde ya no hay nada, donde su mirada se extravía en la luz que se apaga dentro de él mismo.
Alguien mira a un lado o al revés, y el mundo ya es otro. Como si alguien hubiese dado una capa de barniz al paisaje que esconde y nos mostrara otra vida ajena a nuestras expectativas. Sin embargo, este hombre piensa que las peores son las fronteras invisibles, aquellas que se pierden en lontananza, y que, pareciéndonos próximas, nunca se alcanza el límite de una y otra parte.
Están ahí sin estar, sin apenas existir, porque las inventamos cuando nadie acecha, conscientes de que vale la pena soñar a escondidas, inventar otro mundo fabricado a medida, un hábitat imaginado donde metemos los pies creyendo que es una bañera, pero entonces advertimos la inmensidad del océano.
Hay fronteras sospechosamente accesibles, sin vigías camuflados, ni linternas escrutadoras que alumbran una sombra inexistente, ni armas de fuego con silenciador que persuaden al intruso del viaje inútil. Él sabe que las fronteras que no existen son las más arriesgadas.
Pone un pie al otro lado y siente que el cuerpo se hunde en el fango, un fango cremoso con sabor a natillas y a canela, familiar y sutil, que ahoga con una dulzura espesa e inevitable. Este hombre se cansa de ir de allá para acá. Acaso no busca nada. Como le ocurriría a cualquiera de nosotros. Pero la sensación incolora de que los días muertos no se parecen en nada a las promesas que nos han dejado ahora al borde del acantilado, no le deja en paz.
Este hombre ha cruzado la frontera. Era inevitable. Ha dejado atrás una casa, una botella abierta, una mujer que le ama, un perro que duerme su ausencia. Cualquiera se pregunta qué busca allende los mares y los montes. Con toda probabilidad todo aquello que añora lo lleva puesto encima, como su propia piel.
Nadie busca nada afuera de él mismo. Toda esperanza anida tan dentro de nosotros que la podemos confundir con las vísceras, los tumores, las heridas de otras guerras perdidas. Es lo que tiene no mirar hacia adentro: que caminamos sin brújula, sin destino. Es difícil encontrar secuelas de nosotros mismos si no nos sentamos al borde del camino y definimos nuestras propias capacidades. El mundo es tan ancho que es fácil despeñarse por cualquiera de sus vértices.
Este hombre no sabe qué busca y, en este bien entendido, se tira a la tierra, sin agua y sin mapas. Piensa que también los mapas están contaminados, manipulados como parte de nuestra vida que son, desviados del único camino posible. Probablemente lleve razón. En cualquier caso, es inútil advertirle.
El ansia de libertad solo se alimenta de víctimas inocentes e innecesarias. Cualquier día de estos, despierta y advierte que las fronteras puede que no existan. Ese día se sentirá abatido, torpe, viejo tal vez. En qué enredar ahora las horas, se dirá cada mañana, cuando amanezca y las horas sean resplandecientes y nuevas.
Le gustaría adquirir alguna guía precisa sobre aduanas y peajes, puertos y aeropuertos, muros y vallas, límites naturales o creados por el ser humano, violentados o infranqueables, espacios desestructurados e inasequibles al desaliento.
Debe haber rincones en el mundo, sospecha, que nadie ha cruzado, que nadie soñó después de la era de los descubrimientos, algún lugar ignoto adonde los satélites no tienen acceso, alguna gruta sin espeleólogos, cavidades naturales en el subsuelo donde nadie puso sus botas, morfologías geológicas inadvertidas a la ciencia.
Debe haber en el mundo, piensa con desaliento, el lugar vacío al que pretende acceder, sentarse en mitad de esa habitación desamueblada, de ventanas cerradas, esperando que alguien entre en ese espacio y encienda la luz, y le diga ven: aquí no hay vida, la vida está afuera.
Mientras tanto, seguirá buscando por las esquinas de su ciudad una quimera moldeada con arcilla que se derrite en sus propias manos, invisible a los ojos de los demás, la isla desierta que sobrevivió a todo naufragio literario. Pero él está ciegamente convencido de que las sombras esconden fantasmas y que las noches son días de pilas y baterías gastadas, desconectadas de la luz que busca otros amaneceres.
Y cuando verdaderamente amanece, él no ve los árboles que crecen junto a la ventana, ni oye ladrar a los perros, ni vislumbra la claridad que ofrece la mañana. A veces, desde las fronteras invisibles que atenazan su mirada, el mundo es tan centelleante que le deslumbra para adivinar el paraíso que tiene a sus pies. Después observa más allá, donde una línea parte el techo de la cordillera, donde ya no hay nada, donde su mirada se extravía en la luz que se apaga dentro de él mismo.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO