El periodista Juan Cruz pregunta a Suharma: “¿Qué certeza le ha supuesto más dolor?” El músico catalán responde: “La misma que me produce felicidad: que todo va a terminar. Hay cosas que se sufren muchísimo. Pero el sufrimiento también es estar vivo, entregarme completamente a todo lo que me va sucediendo”. Así es, desde luego. La vida no es moneda de doble cara. También tiene su cara y su cruz, su as y su envés. Pero nos gusta mirar solo desde un ángulo, desde aquel en que la distancia coloca los objetos donde se pueden ver con más nitidez y menos sombras.
En la vida, en nuestra vida, hemos tirado a un lado los desescombros que dejan las arrugas, el corazón que está cansado, la piel áspera de los años transcurridos, la memoria fracturada de pérdidas, el dolor como rincón donde guarecerse de un futuro que ignoramos. Hemos diseñado nuestras biografías en un laboratorio de moda, pero no nos han dejado elegir la estatura que nos lleva de un lado a otro, ni los ojos que evitan la enfermedad, la dependencia o la minusvalía, ni las manos que buscan cada noche las mismas manos que se fueron nadie sabe a dónde, ni acaso las lágrimas que escondemos como felices impostores de un currículum falseado y fotocopiado en sueños.
Hemos deshecho con malabarismos de incompetencia los momentos aciagos, el miedo a la muerte, las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar. Nos gusta vivir a este otro lado de la mampara donde casi todo es fetiche y mentira, alfombra roja y celebraciones con música envasada al vacío. Hay en toda perversión ascuas de tristeza que se nos escapan por los ojos, silencios que gritan a nuestros oídos sordos confesiones que nos son ajenas, aunque sean propias. Hemos dejado al dolor tirado en mitad de la calle para que no desdiga de nuestro traje de gala, para que no huela a alcanfor en la fiesta que nunca se apaga, en la vida que quisiéramos eterna.
Pero la vida es la vida con sus sombras y sus luces, en los días negros y en las noches fulgentes, más allá de donde el dominio de nuestros pasos impone una presencia altiva y dominante, porque después, allá donde los árboles extienden sus sombras inabarcables solo que quedará, como ya advirtió Héctor Abad Faciolince, el olvido que seremos. Acaso el olvido que somos ya sin advertir que todo cuerpo se diluye al paso de las horas, en la impotencia e imposibilidad de atrapar cualquier momento para momificarlo donde los recuerdos ya no admiten más caprichos irreales.
Hay un dolor que nos habita y que al mismo tiempo que nos va matando a cada instante también nos resucita para no morir con un hilo de voz que no es la nuestra, y nos arrastra, sobrecogidos, por los laberintos insondables de la memoria, donde duermen, quizás, todas las voces que perdimos y que escuchamos cuando el silencio nos atenaza. En esa intención insultante de pretender caminar dejando atrás el sufrimiento que nos es propio, hay un escarnio que despreciamos y que nos humilla, que envuelve cada hora de nuestra residencia en la tierra, aunque pretendemos esbozar una sonrisa de dentífrico que no vende ni nos gusta ni le gusta a nadie.
En la vida equivocada e infeliz también hay una belleza que todos buscamos, porque los errores y los fracasos también unen y empatizan, y los sueños desvencijados también valen para contar una historia, porque la felicidad encriptada en las vísceras tal vez canse tanto como la pérdida más cruel. Hay en el dolor mucho del color indescriptible con que vemos el lado oscuro de nuestras entrañas, el ángulo desde el que pretendemos esquivar los días que se apagan, la vida que se difumina en esas calles estrechas que frecuentábamos cuando la juventud engolfa de vitalidad la existencia.
Pero ahora, cansados, rechazamos el dolor, aunque sabemos también de su esfuerzo inútil, porque de donde venimos, que no adonde vamos, no se acepta un halo de cansancio, ni unas ojeras de vértigo, ni la piel deshidratada, ni la belleza camuflada con efectos de focos o de cremas rejuvenecedoras. Porque ya sabemos que, de donde venimos, la vejez es una palabra excluida del diccionario, y la enfermedad una acepción pocas veces útil, y la fealdad un mal pandémico del que se debe huir. En ese lugar de donde venimos, que no es al que vamos, hay que lucir una perfección a prueba de trileros, una sonrisa diseñada milimétricamente para la seducción, y una atracción sexual que enajene al más incauto.
Reivindicar el dolor, podría pensar cualquiera, es sumirse en un baño de demencia, lucir una fístula por donde el pus emana el mundo que nadie quiere ver. Pero el dolor, quién lo diría, también es un pedazo inalienable de la vida, de esa vida de donde vivimos y de donde venimos, y tal vez lo sea también de esa otra vida que nos lleva no sabemos a dónde. Hoy, día de todos los santos, sabemos, aunque nos cueste, que la belleza de la vida radica, después de todo, en esa brevedad que nunca lograremos atesorar en un frasco como el perfume más preciado. Saberlo no provoca dolor, aunque duela. Ignorarlo no nos hace más felices, pero, como recuerda Shuarma, “el sufrimiento también es estar vivo”.
En la vida, en nuestra vida, hemos tirado a un lado los desescombros que dejan las arrugas, el corazón que está cansado, la piel áspera de los años transcurridos, la memoria fracturada de pérdidas, el dolor como rincón donde guarecerse de un futuro que ignoramos. Hemos diseñado nuestras biografías en un laboratorio de moda, pero no nos han dejado elegir la estatura que nos lleva de un lado a otro, ni los ojos que evitan la enfermedad, la dependencia o la minusvalía, ni las manos que buscan cada noche las mismas manos que se fueron nadie sabe a dónde, ni acaso las lágrimas que escondemos como felices impostores de un currículum falseado y fotocopiado en sueños.
Hemos deshecho con malabarismos de incompetencia los momentos aciagos, el miedo a la muerte, las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar. Nos gusta vivir a este otro lado de la mampara donde casi todo es fetiche y mentira, alfombra roja y celebraciones con música envasada al vacío. Hay en toda perversión ascuas de tristeza que se nos escapan por los ojos, silencios que gritan a nuestros oídos sordos confesiones que nos son ajenas, aunque sean propias. Hemos dejado al dolor tirado en mitad de la calle para que no desdiga de nuestro traje de gala, para que no huela a alcanfor en la fiesta que nunca se apaga, en la vida que quisiéramos eterna.
Pero la vida es la vida con sus sombras y sus luces, en los días negros y en las noches fulgentes, más allá de donde el dominio de nuestros pasos impone una presencia altiva y dominante, porque después, allá donde los árboles extienden sus sombras inabarcables solo que quedará, como ya advirtió Héctor Abad Faciolince, el olvido que seremos. Acaso el olvido que somos ya sin advertir que todo cuerpo se diluye al paso de las horas, en la impotencia e imposibilidad de atrapar cualquier momento para momificarlo donde los recuerdos ya no admiten más caprichos irreales.
Hay un dolor que nos habita y que al mismo tiempo que nos va matando a cada instante también nos resucita para no morir con un hilo de voz que no es la nuestra, y nos arrastra, sobrecogidos, por los laberintos insondables de la memoria, donde duermen, quizás, todas las voces que perdimos y que escuchamos cuando el silencio nos atenaza. En esa intención insultante de pretender caminar dejando atrás el sufrimiento que nos es propio, hay un escarnio que despreciamos y que nos humilla, que envuelve cada hora de nuestra residencia en la tierra, aunque pretendemos esbozar una sonrisa de dentífrico que no vende ni nos gusta ni le gusta a nadie.
En la vida equivocada e infeliz también hay una belleza que todos buscamos, porque los errores y los fracasos también unen y empatizan, y los sueños desvencijados también valen para contar una historia, porque la felicidad encriptada en las vísceras tal vez canse tanto como la pérdida más cruel. Hay en el dolor mucho del color indescriptible con que vemos el lado oscuro de nuestras entrañas, el ángulo desde el que pretendemos esquivar los días que se apagan, la vida que se difumina en esas calles estrechas que frecuentábamos cuando la juventud engolfa de vitalidad la existencia.
Pero ahora, cansados, rechazamos el dolor, aunque sabemos también de su esfuerzo inútil, porque de donde venimos, que no adonde vamos, no se acepta un halo de cansancio, ni unas ojeras de vértigo, ni la piel deshidratada, ni la belleza camuflada con efectos de focos o de cremas rejuvenecedoras. Porque ya sabemos que, de donde venimos, la vejez es una palabra excluida del diccionario, y la enfermedad una acepción pocas veces útil, y la fealdad un mal pandémico del que se debe huir. En ese lugar de donde venimos, que no es al que vamos, hay que lucir una perfección a prueba de trileros, una sonrisa diseñada milimétricamente para la seducción, y una atracción sexual que enajene al más incauto.
Reivindicar el dolor, podría pensar cualquiera, es sumirse en un baño de demencia, lucir una fístula por donde el pus emana el mundo que nadie quiere ver. Pero el dolor, quién lo diría, también es un pedazo inalienable de la vida, de esa vida de donde vivimos y de donde venimos, y tal vez lo sea también de esa otra vida que nos lleva no sabemos a dónde. Hoy, día de todos los santos, sabemos, aunque nos cueste, que la belleza de la vida radica, después de todo, en esa brevedad que nunca lograremos atesorar en un frasco como el perfume más preciado. Saberlo no provoca dolor, aunque duela. Ignorarlo no nos hace más felices, pero, como recuerda Shuarma, “el sufrimiento también es estar vivo”.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO