En el anterior artículo vimos cómo la actitud ante la propia muerte es muy diversa en diferentes contextos sociales. La forma en que abordamos la idea de nuestro final suele estar claramente determinada por las concepciones religiosas y/o filosóficas de la sociedad en la que hemos sido criados.
La religión católica fija su atención en una supuesta renovación de la vida tras la muerte, considerando la existencia que todos experimentamos como una vivencia meramente transitoria y sin mayor importancia que la de hacer los correspondientes méritos para poder disfrutar de la “verdadera” vida eterna.
Como dice un personaje de uno de los Cuentos de vacaciones de Santiago Ramón y Cajal: “Parecíame que la mayoría de los filósofos y moralistas cristianos amaban poco la vida y el mundo y miraban con cierto aristocrático menosprecio los hechos y conclusiones de las ciencias físicas y naturales”.
En la religión judía el tema no está nada claro e, incluso, hay una cierta tradición de evitar especulaciones al respecto. El hinduismo, el jainismo y la religión sij sostienen el principio de la reencarnación de las almas. Incluso algunos monjes taoístas han pretendido alcanzar la inmortalidad momificándose en vida.
El mismo personaje creado por Ramón y Cajal, que he mencionado antes, reflexiona críticamente sobre esa generalización de los anhelos humanos por una conciencia eterna: “¡Pobre humanidad, que no puede vivir en paz sino a condición de esperar la inmortalidad, ni soportar las acritudes del mundo sino soñando con los deliquios de un mundo mejor!” y reacciona ante ellos de una manera curiosa: “…acabé por hallar en esos grandes espejismos de la religión y de la filosofía cierta lógica profunda, la lógica del error necesario, del error educador”.
Cuando cambiamos de punto de vista y pasamos de reflexionar sobre nuestro final singular (y único) y nos ponemos a considerar la muerte de los otros, la perspectiva es muy diferente. Aquí no se detiene el tiempo, ni la vida; de hecho, observamos cómo, constantemente, la vida nace y es alimentada por la muerte de otros seres que terminaron su ciclo. Podemos observar cómo los cuerpos se corrompen, se descomponen, en un proceso dinámico ininterrumpido que genera nuevas formas de vida.
Hay una distinción básica, fundamental, en la consideración que nos merecen los muertos: la relación que tienen con nosotros. Puede tratarse de seres queridos o de personas totalmente desconocidas. Incluso pueden ser enemigos que han caído en un enfrentamiento armado.
También pueden ser animales de otras especies que son cazados o se ajustician sumariamente en un matadero (sin ninguna duda, una palabra contundente, clara, precisa; no es, desde luego, una denominación que nos pueda llevar a engaño sobre lo que allí se hace).
En la naturaleza, los depredadores matan para sobrevivir, los carroñeros olfatean ávidamente la muerte para alcanzar los restos que les permitan alimentarse tanto a ellos como a sus crías. Para todos ellos, de una manera perentoria, la muerte de sus presas es vida. No hay vida sin la muerte de los otros. No tienen elección posible: sus formas de alimentarse están determinadas genéticamente, ya que no podrían sobrevivir comiendo vegetales.
Pero es diferente cuando los muertos son individuos de la manada, del grupo social. Por ejemplo, jirafas y elefantes no parece que dispongan de elaboradas concepciones metafísicas pero, de alguna manera, se ven afectados por la muerte de sus congéneres. He visto (asombrado) en un documental televisivo cómo unas jirafas “se despiden” de los restos de una de ellas que había sido matada por unos leones que la habían devorado; ordenadamente, se iban acercando a los despojos que yacían esparcidos en el suelo, los olfateaban, los tocaban y tras su despedida, se alejaban.
Las formas en que los humanos tratamos y hemos tratado a nuestros muertos son enormemente variadas e ilustrativas de nuestros valores, pero ahora entrar en ello sería alargarnos demasiado y creo más conveniente dedicarle algún artículo más adelante.
En todo caso, la cruda realidad, claramente constatable, es que la muerte de uno mismo es el final de la vida: es la paralización total del movimiento; es lo contrario de la animación (que ya vimos lo importante que era en el teatro de títeres). La Muerte (así, con mayúsculas) es la paradoja en la que se funden la nada y la eternidad; es el diluirse en el vacío absoluto: vacío de tiempo, de espacio, de movimiento. Es el final irreversible e inevitable de la conciencia.
Por lo tanto, creo que la forma más juiciosa y práctica de afrontar el tema de la muerte no es la filosófica ni la religiosa. Lo verdaderamente importante es preservar la vida (en la medida de lo biológicamente posible, desde luego). Y, para ello, es fundamental contar con un sistema sanitario adecuado que nos proteja de una muerte prematura. Cuidemos más a nuestros médicos y a nuestro personal sanitario y no perdamos el tiempo (la vida) en divagaciones sobre lo improbable.
La religión católica fija su atención en una supuesta renovación de la vida tras la muerte, considerando la existencia que todos experimentamos como una vivencia meramente transitoria y sin mayor importancia que la de hacer los correspondientes méritos para poder disfrutar de la “verdadera” vida eterna.
Como dice un personaje de uno de los Cuentos de vacaciones de Santiago Ramón y Cajal: “Parecíame que la mayoría de los filósofos y moralistas cristianos amaban poco la vida y el mundo y miraban con cierto aristocrático menosprecio los hechos y conclusiones de las ciencias físicas y naturales”.
En la religión judía el tema no está nada claro e, incluso, hay una cierta tradición de evitar especulaciones al respecto. El hinduismo, el jainismo y la religión sij sostienen el principio de la reencarnación de las almas. Incluso algunos monjes taoístas han pretendido alcanzar la inmortalidad momificándose en vida.
El mismo personaje creado por Ramón y Cajal, que he mencionado antes, reflexiona críticamente sobre esa generalización de los anhelos humanos por una conciencia eterna: “¡Pobre humanidad, que no puede vivir en paz sino a condición de esperar la inmortalidad, ni soportar las acritudes del mundo sino soñando con los deliquios de un mundo mejor!” y reacciona ante ellos de una manera curiosa: “…acabé por hallar en esos grandes espejismos de la religión y de la filosofía cierta lógica profunda, la lógica del error necesario, del error educador”.
Cuando cambiamos de punto de vista y pasamos de reflexionar sobre nuestro final singular (y único) y nos ponemos a considerar la muerte de los otros, la perspectiva es muy diferente. Aquí no se detiene el tiempo, ni la vida; de hecho, observamos cómo, constantemente, la vida nace y es alimentada por la muerte de otros seres que terminaron su ciclo. Podemos observar cómo los cuerpos se corrompen, se descomponen, en un proceso dinámico ininterrumpido que genera nuevas formas de vida.
Hay una distinción básica, fundamental, en la consideración que nos merecen los muertos: la relación que tienen con nosotros. Puede tratarse de seres queridos o de personas totalmente desconocidas. Incluso pueden ser enemigos que han caído en un enfrentamiento armado.
También pueden ser animales de otras especies que son cazados o se ajustician sumariamente en un matadero (sin ninguna duda, una palabra contundente, clara, precisa; no es, desde luego, una denominación que nos pueda llevar a engaño sobre lo que allí se hace).
En la naturaleza, los depredadores matan para sobrevivir, los carroñeros olfatean ávidamente la muerte para alcanzar los restos que les permitan alimentarse tanto a ellos como a sus crías. Para todos ellos, de una manera perentoria, la muerte de sus presas es vida. No hay vida sin la muerte de los otros. No tienen elección posible: sus formas de alimentarse están determinadas genéticamente, ya que no podrían sobrevivir comiendo vegetales.
Pero es diferente cuando los muertos son individuos de la manada, del grupo social. Por ejemplo, jirafas y elefantes no parece que dispongan de elaboradas concepciones metafísicas pero, de alguna manera, se ven afectados por la muerte de sus congéneres. He visto (asombrado) en un documental televisivo cómo unas jirafas “se despiden” de los restos de una de ellas que había sido matada por unos leones que la habían devorado; ordenadamente, se iban acercando a los despojos que yacían esparcidos en el suelo, los olfateaban, los tocaban y tras su despedida, se alejaban.
Las formas en que los humanos tratamos y hemos tratado a nuestros muertos son enormemente variadas e ilustrativas de nuestros valores, pero ahora entrar en ello sería alargarnos demasiado y creo más conveniente dedicarle algún artículo más adelante.
En todo caso, la cruda realidad, claramente constatable, es que la muerte de uno mismo es el final de la vida: es la paralización total del movimiento; es lo contrario de la animación (que ya vimos lo importante que era en el teatro de títeres). La Muerte (así, con mayúsculas) es la paradoja en la que se funden la nada y la eternidad; es el diluirse en el vacío absoluto: vacío de tiempo, de espacio, de movimiento. Es el final irreversible e inevitable de la conciencia.
Por lo tanto, creo que la forma más juiciosa y práctica de afrontar el tema de la muerte no es la filosófica ni la religiosa. Lo verdaderamente importante es preservar la vida (en la medida de lo biológicamente posible, desde luego). Y, para ello, es fundamental contar con un sistema sanitario adecuado que nos proteja de una muerte prematura. Cuidemos más a nuestros médicos y a nuestro personal sanitario y no perdamos el tiempo (la vida) en divagaciones sobre lo improbable.
JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ