Nadie cambia la vida, claro. Pero un día, cualquier día, los caminos se bifurcan y escogemos el sendero más angosto y oscuro, el menos seguro y transitado. A veces, ocurre que ya no vale la zona de confort, ni el anochecer iluminado con velas de supermercado, ni el mantel de hilo y la vajilla de fina porcelana. A veces, ocurre que los días sólidos se derriten como helado en tardes de agosto, y los días se tornan grises y apesadumbrados. Y basta otra mirada, esta vez más liviana, para entender que el tiempo de ayer sucumbió al olvido.
Es cierto, o puede serlo, que nadie cambia la vida. Pero también lo es que un día ya no nos importa si es así, porque aquella otra historia se quedó retrepada en el sillón en el que nunca más volcaremos nuestros cuerpos deshechos, incluso enfermos, porque hacia este lado, donde no hay luz, una rendija desdice esa presunción de inmovilidad. Y al otro lado, intuyéndolo, apercibimos que la felicidad también es posible. Hay horas muertas que son necesarias para escabullirse de los registros de cada mañana y buscar, por si acaso, otra frontera abierta al mundo espigado de la conciencia.
Nadie sabe por qué la vida se muestra, en ocasiones, sólida como el cuarzo y otras frágil como yeso cristalizado. Cuesta pensar que, extraviados en las horas rotundas de un mundo que se desmorona, hayamos soportado sin quejas el vacío que, cual metástasis, avanza por huesos y venas rompiendo la felicidad vacua que reteníamos sin ataduras y sin razones y sin sospechas de tanta inconsistencia. Un día se desmorona la montaña y el muro se resquebraja como migajas de pan y, al otro lado, solo advertimos la presencia vacía de nadie y el miedo consolidado de un tiempo pretérito que tampoco era nuestro ni volverá a serlo.
Sabemos ahora, por cualquier razón inadvertida, que la vida, aunque es imposible cambiarla, hay que entregarse a tal empresa, porque detrás solo hay un avispero habitado de roedores y de empresas imposibles. De aquella felicidad desbloqueada que abre otros confines desconocidos solo queda en lontananza una luz delgada y amarilla que ilumina un nuevo amanecer y rompe las sombras ya desdibujadas de una vida que siempre quisimos abandonar, pero a la que andábamos sujetos por razones que nunca nos pusimos a desentrañar del todo. En esa sospecha o miedo también anidan gránulos de duda que diluyen la voluntad y los días nuevos.
Un día, alguien nos mira a los ojos, y descubrimos en los suyos un perfil que confundimos con el nuestro. Porque en él percibimos el espanto de una vida dinamitada, que intentamos reconstruir sin días y sin argamasa que aglutine los trozos dispersos de un ayer sin melodía. La vida, ahora lo sabes, a veces, hay que cambiarla, porque arrastra en sus lodos las esperanzas marchitas, las palabras nunca dichas, los abrazos que no fueron, los besos apagados de no darles fuego sino ceniza. En el peligro hay también un premio a la inmovilidad. La vida con esquinas es una habitación abierta al viento, pronta a demolerse en sí misma, a derrumbarse sin huracanes previstos, sin terremotos que justifiquen la sinrazón de la ilusión truncada.
Nadie cambia la vida. Pero, a veces, hay que cerrar la puerta de la casa para no volver, y tirar la llave allá donde nadie habita, y abrirse a donde los caminantes vagan sin rumbo, sin preguntarse dónde la dirección que no conocemos en el país que no nos espera. En mitad del océano, los ahogados de otros sueños sobreviven a la alta marejada, mientras observan cómo al fondo el fuego dilapida las ciudades donde antes el hábitat impuesto era la norma aceptada como la mejor de entre tantas posibilidades como ofrece el sistema impuesto.
Ir a la contra no es una propuesta ni una posibilidad inmediata. Se trata de más. De construir en mitad de la nada, donde nadie anhela ya el tiempo desactivado de otros días que se fueron con el último anochecer. A veces, no hay más posibilidad de pegar ladrillos en el muro resquebrajado o reventado que dejamos atrás. Y en frente, donde nadie pisó el rocío del amanecer, las farolas de la ciudad se apagan y enmudecen cuando otro amanecer, siempre esquivado, ahora se ofrece como única oportunidad para cruzar el puente vacío y helado, las calles nuevas, la sensación siempre aplazada de querernos un poco más, ahí adentro donde solo nosotros imponemos, o podríamos imponer, un silencio feliz frente a tanto ruido que apaga la luz de otro amanecer que comienza a alumbrar entre los edificios derruidos de la impotencia y del fracaso.
Es cierto, o puede serlo, que nadie cambia la vida. Pero también lo es que un día ya no nos importa si es así, porque aquella otra historia se quedó retrepada en el sillón en el que nunca más volcaremos nuestros cuerpos deshechos, incluso enfermos, porque hacia este lado, donde no hay luz, una rendija desdice esa presunción de inmovilidad. Y al otro lado, intuyéndolo, apercibimos que la felicidad también es posible. Hay horas muertas que son necesarias para escabullirse de los registros de cada mañana y buscar, por si acaso, otra frontera abierta al mundo espigado de la conciencia.
Nadie sabe por qué la vida se muestra, en ocasiones, sólida como el cuarzo y otras frágil como yeso cristalizado. Cuesta pensar que, extraviados en las horas rotundas de un mundo que se desmorona, hayamos soportado sin quejas el vacío que, cual metástasis, avanza por huesos y venas rompiendo la felicidad vacua que reteníamos sin ataduras y sin razones y sin sospechas de tanta inconsistencia. Un día se desmorona la montaña y el muro se resquebraja como migajas de pan y, al otro lado, solo advertimos la presencia vacía de nadie y el miedo consolidado de un tiempo pretérito que tampoco era nuestro ni volverá a serlo.
Sabemos ahora, por cualquier razón inadvertida, que la vida, aunque es imposible cambiarla, hay que entregarse a tal empresa, porque detrás solo hay un avispero habitado de roedores y de empresas imposibles. De aquella felicidad desbloqueada que abre otros confines desconocidos solo queda en lontananza una luz delgada y amarilla que ilumina un nuevo amanecer y rompe las sombras ya desdibujadas de una vida que siempre quisimos abandonar, pero a la que andábamos sujetos por razones que nunca nos pusimos a desentrañar del todo. En esa sospecha o miedo también anidan gránulos de duda que diluyen la voluntad y los días nuevos.
Un día, alguien nos mira a los ojos, y descubrimos en los suyos un perfil que confundimos con el nuestro. Porque en él percibimos el espanto de una vida dinamitada, que intentamos reconstruir sin días y sin argamasa que aglutine los trozos dispersos de un ayer sin melodía. La vida, ahora lo sabes, a veces, hay que cambiarla, porque arrastra en sus lodos las esperanzas marchitas, las palabras nunca dichas, los abrazos que no fueron, los besos apagados de no darles fuego sino ceniza. En el peligro hay también un premio a la inmovilidad. La vida con esquinas es una habitación abierta al viento, pronta a demolerse en sí misma, a derrumbarse sin huracanes previstos, sin terremotos que justifiquen la sinrazón de la ilusión truncada.
Nadie cambia la vida. Pero, a veces, hay que cerrar la puerta de la casa para no volver, y tirar la llave allá donde nadie habita, y abrirse a donde los caminantes vagan sin rumbo, sin preguntarse dónde la dirección que no conocemos en el país que no nos espera. En mitad del océano, los ahogados de otros sueños sobreviven a la alta marejada, mientras observan cómo al fondo el fuego dilapida las ciudades donde antes el hábitat impuesto era la norma aceptada como la mejor de entre tantas posibilidades como ofrece el sistema impuesto.
Ir a la contra no es una propuesta ni una posibilidad inmediata. Se trata de más. De construir en mitad de la nada, donde nadie anhela ya el tiempo desactivado de otros días que se fueron con el último anochecer. A veces, no hay más posibilidad de pegar ladrillos en el muro resquebrajado o reventado que dejamos atrás. Y en frente, donde nadie pisó el rocío del amanecer, las farolas de la ciudad se apagan y enmudecen cuando otro amanecer, siempre esquivado, ahora se ofrece como única oportunidad para cruzar el puente vacío y helado, las calles nuevas, la sensación siempre aplazada de querernos un poco más, ahí adentro donde solo nosotros imponemos, o podríamos imponer, un silencio feliz frente a tanto ruido que apaga la luz de otro amanecer que comienza a alumbrar entre los edificios derruidos de la impotencia y del fracaso.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ