"Ansiedad". Triste palabra que todos quisiéramos alejarla de nuestro entorno, pues colinda con otras como "angustia", "desazón", "congoja", "desasosiego", que también parecen anunciarnos un estado de ánimo en el que la vida se nos vuelve turbia, oscura y sin aquellos horizontes que nos aseguren que, tras el ocaso, vendrá un amanecer que limpie el cielo que sentimos muy alejado de nosotros.
Esta palabra, "ansiedad", posiblemente hoy anida en el alma de muchos que han sufrido el cúmulo de crisis que se han abatido sobre nuestro país. Algunos de ellos han visto sus vidas truncadas, como fragmentadas en dos cuerpos partidos en un antes y un después que parecen difíciles de conjugar. Cada cual se habrá preguntado cómo ha sido posible llegar a esta situación inimaginada con anterioridad y en la que en poco tiempo se han agolpado sentimientos arduos de controlar.
También difíciles de comunicar, ya que no solamente han ocupado la casi su totalidad del ánimo de quien los porta, sino que se extienden por todas las partes del cuerpo, como si un ser extraño e invisible lo hubiera invadido, instalándose de modo permanente, a pesar de que su dueño le insta constantemente a desalojar ese territorio físico que no le pertenece.
En ocasiones, para apaciguar la ansiedad, se acude a algún libro en el que encontrar el sosiego que falta. Se busca la complicidad y la comprensión de alguien que no está presente, pero que ha reflexionado y entendido lo que significa caminar al borde del abismo.
Imagino que habrá muchos textos o autores a los que acudir. Sin embargo, de los que yo conozco, nadie mejor que el gran escritor y poeta portugués Fernando Pessoa, que supo traducir esos inquietantes sentimientos en la que, quizás, sea su obra más conocida: Libro del desasosiego. Me vais a permitir, pues, que extraiga algunas frases de Pessoa sacadas de ese brillante libro para que nos acerquemos a alguien que supo expresar magistralmente el más íntimo “desasosiego”:
“Huérfano de fortuna, tengo, como todos los huérfanos, necesidad de ser objeto de afecto por parte de alguien”.
“Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y todo lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora”.
“He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona que pasa a soñarlo, y yo no”.
“Mi alma está hoy triste hasta el cuerpo. Todo yo me duelo, memoria, ojos y brazos. Hay una especie de reumatismo en todo cuanto soy. No influye en mí la claridad límpida del día, ni el cielo de un gran azul puro, marea alta parada de luz difusa”.
“Estoy triste, pero no con una tristeza definida, ni siquiera con una tristeza indefinida”.
“Estas expresiones no traducen exactamente lo que siento porque sin duda nada puede traducir exactamente lo que alguien siente”.
A estas alturas del relato, alguien puede preguntarse: ¿A cuento de qué viene esto si la semana anterior ya leímos el excelente artículo [Nadie cambia la vida] que había publicado en este mismo medio Antonio López Hidalgo, con ilustraciones de Jes Jiménez?
Cierto. A medida que yo iba leyendo el trabajo de López Hidalgo asomaban a mi mente recuerdos imborrables de la infancia y, también, las lecturas de dos grandes autores que expresan el desasosiego, la ansiedad y el sentimiento que se sienten ante el fracaso en la vida.
Ya he citado al portugués Fernando Pessoa. Pero antes de abordar al gran poeta español Jaime Gil de Biedma, me vais a permitir que comente el recuerdo de mis primeros años en Alburquerque, mi pueblo de origen, que está asociado con el título de este escrito.
A pesar del tiempo transcurrido, las imágenes asoman con toda claridad a mi memoria. Subía yo por la denominada calle del Pilar rumbo hacia a la Alameda, paseo central del pueblo, en el que me vería con los amigos con los que había quedado para jugar juntos aquella tarde. De un balcón abierto de par en par de esa calle salían las notas limpias de una melodía radiada que a mí me parecían que provenían de una mandolina. Me quedé un tanto parado para oír con más detenimiento aquella voz que, con acento extranjero, empezaba a desgranar las siguientes palabras: “Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor…”.
Era la primera vez que escuchaba este bolero; aunque, de ningún modo, sería la última. A partir de entonces, se hizo más frecuente el que en las ondas de las emisoras de radio se lanzara la cálida y sensual voz de un cantante de jazz, Nat King Cole, que había grabado un disco en español y en el que se encontraba esta canción.
Pasado el tiempo, uno comenzó a tener más informaciones, tanto de su autor, el venezolano Chelique (José Enrique) Sarabia, como de quien con su voz la hizo tremendamente popular en nuestro país.
Quien la cantaba, Nathaniel Adams Coles, que ese era su nombre de pila, había nacido en 1919 en la ciudad de Montgomery, Alabama. Su vida fue muy breve, pues solo alcanzó los 45 años; es decir, cuando yo llegaba a los dieciséis años su vida se extinguió. De todos modos, su legado musical fue muy extenso. Curiosamente, no sabía hablar español, por lo que tenía que ir aprendiendo a pronunciar cada frase que aparece en las letras de las canciones que había grabado en nuestro idioma.
Me queda por hablar algo de Jaime Gil de Biedma (1919-1990). No descubro nada si digo de él que es uno de los mejores poetas españoles del siglo pasado, al que se le suele incluir en la Generación del 50. Y si le traigo en esta ocasión se debe a que su poema No volveré a ser joven, que se encuentra en la obra Poemas póstumos publicada en 1968, me sirvió hace bastantes años para realizar el diseño de la portada de la revista Navalá que iba a estar dedicada a este poeta. Esto quiere decir que esos versos, cargados de melancolía y decepción, han estado en mi memoria durante mucho tiempo. Dicen así:
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
–como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
–envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
–envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Una vez que hayamos leído este intenso poema, creo que sobran las demás palabras que yo pudiera añadirle.
Esta palabra, "ansiedad", posiblemente hoy anida en el alma de muchos que han sufrido el cúmulo de crisis que se han abatido sobre nuestro país. Algunos de ellos han visto sus vidas truncadas, como fragmentadas en dos cuerpos partidos en un antes y un después que parecen difíciles de conjugar. Cada cual se habrá preguntado cómo ha sido posible llegar a esta situación inimaginada con anterioridad y en la que en poco tiempo se han agolpado sentimientos arduos de controlar.
También difíciles de comunicar, ya que no solamente han ocupado la casi su totalidad del ánimo de quien los porta, sino que se extienden por todas las partes del cuerpo, como si un ser extraño e invisible lo hubiera invadido, instalándose de modo permanente, a pesar de que su dueño le insta constantemente a desalojar ese territorio físico que no le pertenece.
En ocasiones, para apaciguar la ansiedad, se acude a algún libro en el que encontrar el sosiego que falta. Se busca la complicidad y la comprensión de alguien que no está presente, pero que ha reflexionado y entendido lo que significa caminar al borde del abismo.
Imagino que habrá muchos textos o autores a los que acudir. Sin embargo, de los que yo conozco, nadie mejor que el gran escritor y poeta portugués Fernando Pessoa, que supo traducir esos inquietantes sentimientos en la que, quizás, sea su obra más conocida: Libro del desasosiego. Me vais a permitir, pues, que extraiga algunas frases de Pessoa sacadas de ese brillante libro para que nos acerquemos a alguien que supo expresar magistralmente el más íntimo “desasosiego”:
“Huérfano de fortuna, tengo, como todos los huérfanos, necesidad de ser objeto de afecto por parte de alguien”.
“Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y todo lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora”.
“He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona que pasa a soñarlo, y yo no”.
“Mi alma está hoy triste hasta el cuerpo. Todo yo me duelo, memoria, ojos y brazos. Hay una especie de reumatismo en todo cuanto soy. No influye en mí la claridad límpida del día, ni el cielo de un gran azul puro, marea alta parada de luz difusa”.
“Estoy triste, pero no con una tristeza definida, ni siquiera con una tristeza indefinida”.
“Estas expresiones no traducen exactamente lo que siento porque sin duda nada puede traducir exactamente lo que alguien siente”.
A estas alturas del relato, alguien puede preguntarse: ¿A cuento de qué viene esto si la semana anterior ya leímos el excelente artículo [Nadie cambia la vida] que había publicado en este mismo medio Antonio López Hidalgo, con ilustraciones de Jes Jiménez?
Cierto. A medida que yo iba leyendo el trabajo de López Hidalgo asomaban a mi mente recuerdos imborrables de la infancia y, también, las lecturas de dos grandes autores que expresan el desasosiego, la ansiedad y el sentimiento que se sienten ante el fracaso en la vida.
Ya he citado al portugués Fernando Pessoa. Pero antes de abordar al gran poeta español Jaime Gil de Biedma, me vais a permitir que comente el recuerdo de mis primeros años en Alburquerque, mi pueblo de origen, que está asociado con el título de este escrito.
A pesar del tiempo transcurrido, las imágenes asoman con toda claridad a mi memoria. Subía yo por la denominada calle del Pilar rumbo hacia a la Alameda, paseo central del pueblo, en el que me vería con los amigos con los que había quedado para jugar juntos aquella tarde. De un balcón abierto de par en par de esa calle salían las notas limpias de una melodía radiada que a mí me parecían que provenían de una mandolina. Me quedé un tanto parado para oír con más detenimiento aquella voz que, con acento extranjero, empezaba a desgranar las siguientes palabras: “Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor…”.
Era la primera vez que escuchaba este bolero; aunque, de ningún modo, sería la última. A partir de entonces, se hizo más frecuente el que en las ondas de las emisoras de radio se lanzara la cálida y sensual voz de un cantante de jazz, Nat King Cole, que había grabado un disco en español y en el que se encontraba esta canción.
Pasado el tiempo, uno comenzó a tener más informaciones, tanto de su autor, el venezolano Chelique (José Enrique) Sarabia, como de quien con su voz la hizo tremendamente popular en nuestro país.
Quien la cantaba, Nathaniel Adams Coles, que ese era su nombre de pila, había nacido en 1919 en la ciudad de Montgomery, Alabama. Su vida fue muy breve, pues solo alcanzó los 45 años; es decir, cuando yo llegaba a los dieciséis años su vida se extinguió. De todos modos, su legado musical fue muy extenso. Curiosamente, no sabía hablar español, por lo que tenía que ir aprendiendo a pronunciar cada frase que aparece en las letras de las canciones que había grabado en nuestro idioma.
Me queda por hablar algo de Jaime Gil de Biedma (1919-1990). No descubro nada si digo de él que es uno de los mejores poetas españoles del siglo pasado, al que se le suele incluir en la Generación del 50. Y si le traigo en esta ocasión se debe a que su poema No volveré a ser joven, que se encuentra en la obra Poemas póstumos publicada en 1968, me sirvió hace bastantes años para realizar el diseño de la portada de la revista Navalá que iba a estar dedicada a este poeta. Esto quiere decir que esos versos, cargados de melancolía y decepción, han estado en mi memoria durante mucho tiempo. Dicen así:
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
–como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
–envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
–envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Una vez que hayamos leído este intenso poema, creo que sobran las demás palabras que yo pudiera añadirle.
AURELIANO SÁINZ