Joan Didion, la gran cronista del movimiento hippy y de la guerra de El Salvador y una de las precursoras y uno de los nombres femeninos del Nuevo Periodismo, falleció el pasado 23 de diciembre en Nueva York a los 87 años. Ese mismo día, casualmente, acabé de leer su libro Lo que quiero decir, una colección atemporal de algunos de los primeros artículos y crónicas de la icónica escritora y periodista norteamericana. No es casual que cerrara el libro, una vez leído, el día de su fallecimiento. A veces, las estrellas se cruzan en la noche por alguna razón inevitable que nadie entiende. De hecho, Didion sabía y escribió mucho y sabiamente sobre la sombra que dejan las pérdidas.
En su celebrado libro El año del pensamiento mágico, la escritora describe cómo los rituales que eran su vida cotidiana cambian con la súbita muerte de su marido en 2003. Dos años después, su única hija, Quintana Roo, moría a los 39 años. Lo rememora en Noches azules, donde narra lo que queda tras la pérdida de un ser querido. En el primer libro cuenta que tenía que deshacerse de la ropa de John, su marido. Mucha gente le había mencionado que necesitaba hacerlo. Una experiencia que todos hemos vivido y que, desgraciadamente, marca el inevitable paso hacia el olvido definitivo de esa persona.
En el segundo libro, de título tan bello, Noches azules, Didion confiesa que, en la época en que empezó a escribirlo, sorprendió a su mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, confiesa, “hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz”. Y añade: “Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición”.
Hay una belleza singular en ese título tan logrado y es la hilazón entre el término noche y su color imposible y necesario: azul. Describimos los paisajes por sus colores a veces extraños y sorpresivos (luna de sangre, mar de plata); por sus tamaños dimensionados y sus distancias (desierto eterno, horizonte muy lejano), o por nuestras propias sensaciones que, en ocasiones, como le ocurre a Didion, se pueden traducir en un color que no es sino una sensación. O como nos puede ocurrir a cada uno cuando el sueño no nos abraza: noches en blanco.
Ismael Serrano, en su hermosa canción titulada “Testamento vital”, escribe: “Cuando todo oscurezca, él escucha, habla ella,/ cuando la tarde naranja desenrede la madeja,/ cuando mi cuerpo tirite y tenga lista la maleta,/ has de disponer/ que abran las ventanas y me dejen marchar,/ que la noche no duela”. La tarde naranja, descrita por el cantautor, y bien vista desde Madrid, cualquiera podría imaginarla con ese color tan próximo a la nostalgia. O tal vez el poeta tan solo describió aquello que veía. Los madrileños ahora ya lo saben. Amanecieron la semana sorprendidos con el tono anaranjado del cielo, la arena sobre las calles y un aire prácticamente irrespirable: la calima inundaba Madrid, en un fenómeno poco frecuente en la capital. Una circunstancia que inspiró innumerables memes en las redes sociales.
El tiempo meteorológico no predice cuando va a ocurrir y de ahí que a algún poeta lo pille de espaldas y le malogre alguna metáfora tan lograda. La tarde naranja podría haber sido un símil tan redondo como la noche azul, pero la realidad, de vez cuando, se impone con sus amenazas tan reales que todo lo mueve y trastoca. En el sur, por el contrario, estamos habituados a la calima. Tal vez no tanto como los canarios, pero casi. Hacía décadas que Madrid no vivía –o padecía–, un fenómeno similar. La calima, también conocida como ‘lluvia de sangre’ (también en lenguaje figurado), se produce por un contraste de temperaturas entre el suelo y las capas medias y altas de la atmósfera. Cuando la temperatura del suelo es más alta, levanta masas de aire y polvo hasta niveles superiores.
Pero en esta lucha contra las figuras literarias que el propio paisaje destruye, los periodistas, que también tenemos alma de poetas, no quisieron quedarse quietos en esta lucha por el lenguaje metafórico, así que escribieron, más o menos: “Una excepcional nube de polvo africano está convirtiendo en Marte las ciudades del centro y el este de España”. Si nos quitan un adjetivo, nosotros incorporamos un planeta. Y aquí paz y después gloria. Otros informadores, llevados más por la tradición de que la luna ha convocado a tantos poetas y cantautores, desecharon la posibilidad de Marte y escribieron así: “El manto de polvo del Sahara que desde el lunes afecta a la Península ha ocasionado, además de unas imágenes inusuales en Madrid con estampas propias de paisajes lunares, un ‘aumento exponencial’ de visitas a los servicios de urgencias por procesos respiratorios en el sureste del país”.
En fin, la calima se fue retirando progresivamente de la península y con ella también esta lucha por los derechos de autor de algunos colores. Este hecho se ha traducido, como es lógico, en una mejora inmediata de la calidad del aire en toda la región. Pero no pensemos que todas las consecuencias de esta calima son negativas. Contaban las crónicas de estos días que el polvo contiene hierro y fósforo, que fertilizan nuestros bosques, campos e incluso el mar. En este sentido, según algunos estudios recientes, los minerales de hierro existentes en el polvo también ayudan a fertilizar el océano Atlántico. Estos minerales, solubles en el agua, sirven para que el fitoplancton marino se alimente.
Aquel adjetivo que la naturaleza nos roba sin que podamos arañarle ni una pizca de culpa, ella nos lo devuelve en forma de abono para fertilizar campos y océanos. Me da que aquí podría caber alguna metáfora hasta ahora inexplorada. Tendré que pensar más en este asunto. Andamos cortitos de símiles, aunque también de lluvias y de abonos.
En su celebrado libro El año del pensamiento mágico, la escritora describe cómo los rituales que eran su vida cotidiana cambian con la súbita muerte de su marido en 2003. Dos años después, su única hija, Quintana Roo, moría a los 39 años. Lo rememora en Noches azules, donde narra lo que queda tras la pérdida de un ser querido. En el primer libro cuenta que tenía que deshacerse de la ropa de John, su marido. Mucha gente le había mencionado que necesitaba hacerlo. Una experiencia que todos hemos vivido y que, desgraciadamente, marca el inevitable paso hacia el olvido definitivo de esa persona.
En el segundo libro, de título tan bello, Noches azules, Didion confiesa que, en la época en que empezó a escribirlo, sorprendió a su mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, confiesa, “hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz”. Y añade: “Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición”.
Hay una belleza singular en ese título tan logrado y es la hilazón entre el término noche y su color imposible y necesario: azul. Describimos los paisajes por sus colores a veces extraños y sorpresivos (luna de sangre, mar de plata); por sus tamaños dimensionados y sus distancias (desierto eterno, horizonte muy lejano), o por nuestras propias sensaciones que, en ocasiones, como le ocurre a Didion, se pueden traducir en un color que no es sino una sensación. O como nos puede ocurrir a cada uno cuando el sueño no nos abraza: noches en blanco.
Ismael Serrano, en su hermosa canción titulada “Testamento vital”, escribe: “Cuando todo oscurezca, él escucha, habla ella,/ cuando la tarde naranja desenrede la madeja,/ cuando mi cuerpo tirite y tenga lista la maleta,/ has de disponer/ que abran las ventanas y me dejen marchar,/ que la noche no duela”. La tarde naranja, descrita por el cantautor, y bien vista desde Madrid, cualquiera podría imaginarla con ese color tan próximo a la nostalgia. O tal vez el poeta tan solo describió aquello que veía. Los madrileños ahora ya lo saben. Amanecieron la semana sorprendidos con el tono anaranjado del cielo, la arena sobre las calles y un aire prácticamente irrespirable: la calima inundaba Madrid, en un fenómeno poco frecuente en la capital. Una circunstancia que inspiró innumerables memes en las redes sociales.
El tiempo meteorológico no predice cuando va a ocurrir y de ahí que a algún poeta lo pille de espaldas y le malogre alguna metáfora tan lograda. La tarde naranja podría haber sido un símil tan redondo como la noche azul, pero la realidad, de vez cuando, se impone con sus amenazas tan reales que todo lo mueve y trastoca. En el sur, por el contrario, estamos habituados a la calima. Tal vez no tanto como los canarios, pero casi. Hacía décadas que Madrid no vivía –o padecía–, un fenómeno similar. La calima, también conocida como ‘lluvia de sangre’ (también en lenguaje figurado), se produce por un contraste de temperaturas entre el suelo y las capas medias y altas de la atmósfera. Cuando la temperatura del suelo es más alta, levanta masas de aire y polvo hasta niveles superiores.
Pero en esta lucha contra las figuras literarias que el propio paisaje destruye, los periodistas, que también tenemos alma de poetas, no quisieron quedarse quietos en esta lucha por el lenguaje metafórico, así que escribieron, más o menos: “Una excepcional nube de polvo africano está convirtiendo en Marte las ciudades del centro y el este de España”. Si nos quitan un adjetivo, nosotros incorporamos un planeta. Y aquí paz y después gloria. Otros informadores, llevados más por la tradición de que la luna ha convocado a tantos poetas y cantautores, desecharon la posibilidad de Marte y escribieron así: “El manto de polvo del Sahara que desde el lunes afecta a la Península ha ocasionado, además de unas imágenes inusuales en Madrid con estampas propias de paisajes lunares, un ‘aumento exponencial’ de visitas a los servicios de urgencias por procesos respiratorios en el sureste del país”.
En fin, la calima se fue retirando progresivamente de la península y con ella también esta lucha por los derechos de autor de algunos colores. Este hecho se ha traducido, como es lógico, en una mejora inmediata de la calidad del aire en toda la región. Pero no pensemos que todas las consecuencias de esta calima son negativas. Contaban las crónicas de estos días que el polvo contiene hierro y fósforo, que fertilizan nuestros bosques, campos e incluso el mar. En este sentido, según algunos estudios recientes, los minerales de hierro existentes en el polvo también ayudan a fertilizar el océano Atlántico. Estos minerales, solubles en el agua, sirven para que el fitoplancton marino se alimente.
Aquel adjetivo que la naturaleza nos roba sin que podamos arañarle ni una pizca de culpa, ella nos lo devuelve en forma de abono para fertilizar campos y océanos. Me da que aquí podría caber alguna metáfora hasta ahora inexplorada. Tendré que pensar más en este asunto. Andamos cortitos de símiles, aunque también de lluvias y de abonos.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ