Manuel Vicent ha escrito que los japoneses celebran cada año la floración de los cerezos como un gran acontecimiento. Cuando en primavera se produce este suceso efímero de la naturaleza, salen las familias en peregrinación hacia los valles cubiertos de flores blancas o rosas, buscando purificar sus vidas en esa belleza fugaz: “Esta es la lección que ofrece una sencilla flor de cerezo. También la vida es una aventura pasajera, si bien un instante de belleza puede convertirla en una hazaña inmortal, que se renueva cada año en primavera”.
En efecto, la floración de los cerezos japoneses o Sakura es todo un acontecimiento natural conocido y apreciado en todo el planeta. Como se sabe, la flor del cerezo es símbolo del renacer: de la vida y de su belleza. Cada año, en primavera, miles de personas viajan a Japón para disfrutar del espectáculo natural de estos árboles con sus colores blancos y rosas ricos en matices. Los japoneses suelen asistir a los festivales del cerezo en flor, celebrados en todo el país, y disfrutar del hanami, es decir, contemplan estos árboles mientras se comparte un picnic bajo sus ramas florecidas.
Cuando los primeros cerezos empiezan a abrir sus flores significa que el invierno llega a su fin. A este momento se le conoce como Kaika y suele anunciarse en las previsiones meteorológicas de Japón. El punto álgido se denomina Mankai, momento en el que la inmensa mayoría de los árboles están en flor y llenan de belleza el paisaje japonés. Suele ocurrir una semana después de la primera floración.
La floración de los cerezos varía de un año a otro año y es diferente en cada zona del país. Depende del clima que haya habido en invierno. Suele empezar siempre desde el sur del país, en Kyushu, y de ahí se extiende al norte del archipiélago hasta Hokkaido. Eso sí, la flor del cerezo tarda aproximadamente una semana en abrirse por completo y llegar a su máximo esplendor y, después, dura de nuevo aproximadamente una semana así. Como escribiera el escritor valenciano, se trata de una belleza fugaz, muy fugaz.
En la misma columna, Vicent escribe que, mientras en abril en muchos valles crecen los cerezos “en cuyo esplendor cualquiera puede diluir su existencia hasta alcanzar la cota más alta de la espiritualidad”, en contrapartida, advierte, en estos días “el ser humano es capaz de extasiarse ante una flor y de cometer en medio de una sucia carnicería los crímenes de guerra más execrables”. Ahora sabemos que las guerras nunca más serán limpias y cibernéticas, sino que, como la de Ucrania, se desarrollarán a la vieja usanza “bajo los instintos más salvajes con un impudor infame de matanzas, de cuerpos destripados, ciudades calcinadas, montañas de chatarra bélica abandonada en los caminos y millones de refugiados huyendo por las fronteras”.
Frente a esta belleza perfecta y efímera de los cerezos en flor, esta primavera ha sido muy cruel, recuerda Vicent. Nos lo recuerda innecesariamente, porque todas las radios y las televisiones nos salpican con metralla en la memoria y en la dignidad, para no cruzar la vía muerta del olvido, para mantenernos atenazados a la cruda realidad que nos impide consumar el sueño y consumir la vida alegremente, sin mala conciencia. Las calles de estas ciudades en guerra están habitadas de cadáveres salpicados por las calles, maniatados a la espalda, trepados contra un futuro inexistente. El mundo siempre gira sobre sí mismo. A la misma velocidad. Con paréntesis que anuncian un nuevo ciclo. Pero basta volver la mirada un día después para que el paisaje después de la batalla sea el mismo de ayer, el mismo de siempre: siniestro, gris, vacío de esperanza, rojo de sangre, humeante de infamia, siempre de infamia, como dejó patente Borges en su libro inmortal.
Siempre hay una guerra después del desayuno, o al atardecer, o a mitad de cualquier fiesta. Al principio, es el silencio. Después, las bombas, los aviones, el miedo gritan a la par. Y por la noche, entre misil y catástrofe, el silencio se intensifica, se hace una piedra en la garganta de todos los seres desgraciados que habitan el paisaje de la guerra, que está allí y aquí. Va en el aire. Es un vendaval sin rumbo que cruza montañas y mares, muros y fronteras, y se asienta donde haya una posibilidad, aunque sea somera, de tirar la vida por lo alto hacia ninguna parte, hasta el vacío.
Manuel Vicent concluye su columna con este cuento triste e inexplicable: “Un niño soñó que tenía un cerezo en el jardín con una sola flor que había dado una sola cereza. Cada día la veía madurar desde la ventana. En ella se concentraban todos sus sueños. Una mañana al despertar vio que la cereza ya no estaba. Se la había comido un pájaro. Fue la primera guerra”.
En efecto, la floración de los cerezos japoneses o Sakura es todo un acontecimiento natural conocido y apreciado en todo el planeta. Como se sabe, la flor del cerezo es símbolo del renacer: de la vida y de su belleza. Cada año, en primavera, miles de personas viajan a Japón para disfrutar del espectáculo natural de estos árboles con sus colores blancos y rosas ricos en matices. Los japoneses suelen asistir a los festivales del cerezo en flor, celebrados en todo el país, y disfrutar del hanami, es decir, contemplan estos árboles mientras se comparte un picnic bajo sus ramas florecidas.
Cuando los primeros cerezos empiezan a abrir sus flores significa que el invierno llega a su fin. A este momento se le conoce como Kaika y suele anunciarse en las previsiones meteorológicas de Japón. El punto álgido se denomina Mankai, momento en el que la inmensa mayoría de los árboles están en flor y llenan de belleza el paisaje japonés. Suele ocurrir una semana después de la primera floración.
La floración de los cerezos varía de un año a otro año y es diferente en cada zona del país. Depende del clima que haya habido en invierno. Suele empezar siempre desde el sur del país, en Kyushu, y de ahí se extiende al norte del archipiélago hasta Hokkaido. Eso sí, la flor del cerezo tarda aproximadamente una semana en abrirse por completo y llegar a su máximo esplendor y, después, dura de nuevo aproximadamente una semana así. Como escribiera el escritor valenciano, se trata de una belleza fugaz, muy fugaz.
En la misma columna, Vicent escribe que, mientras en abril en muchos valles crecen los cerezos “en cuyo esplendor cualquiera puede diluir su existencia hasta alcanzar la cota más alta de la espiritualidad”, en contrapartida, advierte, en estos días “el ser humano es capaz de extasiarse ante una flor y de cometer en medio de una sucia carnicería los crímenes de guerra más execrables”. Ahora sabemos que las guerras nunca más serán limpias y cibernéticas, sino que, como la de Ucrania, se desarrollarán a la vieja usanza “bajo los instintos más salvajes con un impudor infame de matanzas, de cuerpos destripados, ciudades calcinadas, montañas de chatarra bélica abandonada en los caminos y millones de refugiados huyendo por las fronteras”.
Frente a esta belleza perfecta y efímera de los cerezos en flor, esta primavera ha sido muy cruel, recuerda Vicent. Nos lo recuerda innecesariamente, porque todas las radios y las televisiones nos salpican con metralla en la memoria y en la dignidad, para no cruzar la vía muerta del olvido, para mantenernos atenazados a la cruda realidad que nos impide consumar el sueño y consumir la vida alegremente, sin mala conciencia. Las calles de estas ciudades en guerra están habitadas de cadáveres salpicados por las calles, maniatados a la espalda, trepados contra un futuro inexistente. El mundo siempre gira sobre sí mismo. A la misma velocidad. Con paréntesis que anuncian un nuevo ciclo. Pero basta volver la mirada un día después para que el paisaje después de la batalla sea el mismo de ayer, el mismo de siempre: siniestro, gris, vacío de esperanza, rojo de sangre, humeante de infamia, siempre de infamia, como dejó patente Borges en su libro inmortal.
Siempre hay una guerra después del desayuno, o al atardecer, o a mitad de cualquier fiesta. Al principio, es el silencio. Después, las bombas, los aviones, el miedo gritan a la par. Y por la noche, entre misil y catástrofe, el silencio se intensifica, se hace una piedra en la garganta de todos los seres desgraciados que habitan el paisaje de la guerra, que está allí y aquí. Va en el aire. Es un vendaval sin rumbo que cruza montañas y mares, muros y fronteras, y se asienta donde haya una posibilidad, aunque sea somera, de tirar la vida por lo alto hacia ninguna parte, hasta el vacío.
Manuel Vicent concluye su columna con este cuento triste e inexplicable: “Un niño soñó que tenía un cerezo en el jardín con una sola flor que había dado una sola cereza. Cada día la veía madurar desde la ventana. En ella se concentraban todos sus sueños. Una mañana al despertar vio que la cereza ya no estaba. Se la había comido un pájaro. Fue la primera guerra”.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ