Después de muchos años, ya empiezan a ser conocidas las inmatriculaciones llevadas a cabo por la Iglesia. En gran medida, se debe al esfuerzo de las asociaciones patrimonialistas que, agrupadas en la Plataforma Recuperando, han trabajado de modo incansable para que se conociera esta arbitrariedad que se ha cometido contra el patrimonio público de origen religioso.
De todos modos, los argumentos jurídicos que las sustentan son poco comprendidos, dado que una parte de los españoles tiene la creencia de que todo aquello que está relacionado con los aspectos religiosos forma parte de las pertenencias eclesiásticas.
Con el fin de arrojar algo de luz acerca de los aspectos legales de las inmatriculaciones, me ha parecido oportuno entrevistarme con el doctor en Derecho y portavoz de la Plataforma Recuperando, Antonio Manuel Rodríguez, escritor y profesor de Derecho Civil en la Universidad de Córdoba, incansable activista en una causa que, a pesar de tener en frente poderosas instituciones, las razones, como veremos, están de su parte.
—Me parece, Antonio Manuel, que lo más adecuado es que comencemos de modo que expliques el significado de la palabra "inmatriculación", ya que no aparece en el diccionario de la RAE (aunque sí, "inmatricular"), al tiempo que ahondaras en la importancia que tienen las inmatriculaciones eclesiásticas en nuestro país.
—Se denomina "inmatriculación" a la primera inscripción de una finca en el Registro de la Propiedad. Para que pueda llevarse a cabo es necesario que la persona física o jurídica que alegue ser su dueño, o tener algún derecho sobre ella, lo demuestre aportando un título válido y legal en el fondo y en la forma: una escritura de compraventa, de donación, testamento… Y si no lo tuviera, la ley arbitra otros procedimientos para demostrar que, en efecto, se tiene un derecho legítimo y no controvertido sobre el inmueble.
Y eso es justamente lo que no ha ocurrido con las inmatriculaciones de la Iglesia católica llevadas a cabo con certificación eclesiástica. Un privilegio franquista que les permitió arrogarse la propiedad de fincas sin tener que aportar más título que la palabra de un obispo.
—Puesto que indicas que fue un "privilegio franquista" concedido a la Iglesia católica, de inmediato surge la siguiente pregunta: ¿Cuándo se iniciaron las primeras inmatriculaciones eclesiásticas y por qué Franco decidió que algunos bienes públicos pudieran ser inmatriculados por los obispos españoles?
—Dejemos claro que la Iglesia católica en sus distintas denominaciones, al igual que cualquier otra persona jurídica, puede ser titular de bienes inmuebles e inscribirlos en el Registro de la Propiedad si lo demuestra aportando un título legal y válido. Pero esto solo es así respecto de los bienes que adquiriese desde 1861, no de los que pudiera poseer con anterioridad sobre los que pesaba la potestad de su desamortización por el Estado.
La razón es simple: Iglesia y Estado eran la misma cosa. Aunque existieron varias reformas legislativas y pronunciamientos judiciales que intentaron favorecer a la jerarquía católica, lo cierto es que únicamente pudo inscribir la posesión de estos bienes mediante su sola palabra, no la propiedad.
Pero en 1944 desaparece la simple posesión en el Registro y en 1946 se convierte en propiedad como si se tratara del milagro del pan y de los peces. Ahí radica la clave del escándalo. Sin embargo, para que quede claro, en ningún caso podía inscribir bienes públicos, ni tampoco los templos de culto que históricamente tenían esa misma consideración.
—Otro momento significativo aconteció en 1998, ya que siendo Aznar presidente del Gobierno se aprueba una reforma de la Ley Hipotecaría, de modo que también los templos dedicados al culto podrían ser inmatriculados.
—En verdad, fue a través de un simple reglamento. Y aunque sorprenda a primera vista, la reforma tenía su razón de ser porque no todos los templos de culto tienen la condición de dominio público. La prohibición era inconstitucional. El problema era otro: que también era inconstitucional el mecanismo de acceso al registro por certificación eclesiástica y nadie hizo nada al respecto.
Para entender bien lo ocurrido debemos tener claro que, a diferencia de la Segunda República, tras la restauración democrática no se reguló la naturaleza pública de los bienes de culto de extraordinario valor cultural e histórico. Hablamos del mayor escándalo inmobiliario de la historia no solo porque se hayan registrado 35.000 bienes de toda índole desde 1998, como si el culpable fuera Aznar, sino de la apropiación del 80 por ciento de nuestro patrimonio histórico desde 1946, siendo culpables todos los gobiernos democráticos que no hicieron y siguen sin hacer nada al respecto.
—Puesto que extiendes la responsabilidad más allá de un presidente determinado, te pregunto: ¿Qué postura tuvo la oposición en aquellos momentos ante este cambio tan importante?
—Ninguna. Con sinceridad, nadie tenía un conocimiento real de lo que estaba pasando. Hay que pensar que estas inmatriculaciones se practicaban con total opacidad, de espaldas a las administraciones y a la ciudadanía. Nadie podía imaginar que la jerarquía católica podía haber inmatriculado miles de bienes a su nombre, incluso templos de culto mientras existía la prohibición. A pesar de ello, la irresponsabilidad política fue imperdonable, porque, ¿tampoco a nadie se le pasó por la cabeza con qué normas inscribirían los templos de culto?
—¿Cómo es posible que a los obispos se les pueda considerar fedatarios, o funcionarios públicos, al mismo nivel que los notarios?
—Es que no es posible. Lo fue durante el franquismo porque hablamos de un Estado confesional donde Iglesia y Estado eran hermanas siamesas. Pero, tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978, esa norma queda derogada por inconstitucionalidad sobrevenida, ya que la Iglesia no es Administración ni los obispos son funcionarios públicos. Choca frontalmente contra el principio de aconfesionalidad del Estado.
El Tribunal Constitucional se pronunció sobre un caso idéntico derogando un artículo de la antigua Ley de Arrendamientos Urbanos. Lo que resulta inconcebible es que el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos se eche las manos a la cabeza porque ningún Gobierno ni juez se hayan atrevido a pronunciarse todavía sobre la nulidad de todas las inmatriculaciones realizadas a su amparo.
—¿Cuándo se llega a conocer el tema de las inmatriculaciones que con tanto silencio y secretismo se llevó hacia adelante?
—Gracias a dos casualidades. Una en Navarra, en 2006, a raíz de una consulta sobre una ermita que reveló la inmatriculación de miles de bienes. Y otra en 2009, cuando hicimos algo parecido para conocer la situación registral de la Mezquita de Córdoba y nos sorprendió verla inscrita como un bien privado. Creo que ambos movimientos ciudadanos fueron determinantes para que se conociera el escándalo y, a partir de ahí, encontrar el respaldo de otros muchos a nivel estatal.
—Algo que llama la atención es que, por ejemplo, en nuestros países vecinos, Portugal y Francia, haya un criterio totalmente distinto al de España con respecto a los bienes públicos de carácter religioso.
—Cada uno obedece a principios distintos, aunque el resultado final sea prácticamente el mismo. La separación Iglesia-Estado es consecuencia de la Revolución Francesa y, desde entonces, podemos hablar del reconocimiento de estos bienes como de dominio público. No se trata de ninguna novedad porque continúa la tradición histórica del Derecho Romano y su recepción medieval, aunque es cierto que su constatación definitiva tiene lugar con la Ley Combes de 1905.
Este fue el criterio seguido en la Ley de Congregaciones Religiosas de la Segunda República, la primera que derogó el dictador. No ocurre lo mismo en Portugal donde este mismo reconocimiento se produce mediante un acuerdo entre el Estado y el Vaticano en 1940, curiosamente gobernando otro dictador, Salazar.
En ambos casos, sea unilateral o bilateralmente, los bienes de naturaleza religiosa de extraordinario valor histórico y cultural son considerados inalienables, inembargables e imprescriptibles, corriendo de cuenta del Estado su mantenimiento y rehabilitación, sin perjuicio del uso cultural que nadie cuestiona. Así pues, lo ocurrido en España es una anomalía democrática y europea. Solo aquí se ha producido esta privatización en masa de bienes públicos, de manera clandestina y desleal con la ciudadanía, empleando normas franquistas e inconstitucionales.
—Posiblemente, el caso más escandaloso y conocido de las inmatriculaciones haya sido el de la Mezquita de Córdoba. Creo que merece la pena que te extiendas en la explicación de esta inmatriculación.
—Así es. El escándalo de la inmatriculación de la Mezquita ha dado la vuelta al mundo, tanto por la trascendencia del monumento, como por la evidencia incontestable de que ya existía su bosque de arcos antes de su apropiación por la jerarquía católica.
Siempre recordaré las caras de asombro de los periodistas extranjeros porque no llegaban a entender cómo se había consentido la privatización de un bien que pertenece a la humanidad entera. Y es en la razón de sus caras de incomprensión donde encontramos la respuesta. Porque nos equivocamos al preguntar “de quién es” la Mezquita. La pregunta correcta sería “qué es” la Mezquita de Córdoba, ya que si se trata de un bien de dominio público, como lo demuestra el hecho admitido por la propia Iglesia de estar fuera del tráfico jurídico, no puede tener dueño porque no es de nadie.
La Mezquita de Córdoba no puede ser vendida, hipotecada, embargada o adquirida por la posesión en el tiempo. Y eso no quita que la jerarquía católica pueda tener derechos legítimos sobre el monumento, especialmente su uso religioso, pero en ningún caso su apropiación privada invocando su consagración (porque no es medio para adquirir el dominio), su usucapión (porque sería admitir que no era suya) o su presunta donación (porque no existe documento que lo acredite, ni lo invocó en el registro en su momento y, lo que es peor, implicaría reconocer que pertenecía a la Corona y que, por tanto, era público).
Y no olvidemos que se inscribió con normas inconstitucionales, luego su inmatriculación es nula por partida doble, como reconoció en su momento el informe del secretario del Ayuntamiento de Córdoba, y el emitido por la Comisión de Expertos presidida por Federico Mayor Zaragoza. Además, la cuestión de la Mezquita tiene otras aristas, tales como la gestión económica o monumental, lo que la convierte en la punta del iceberg y paradigma del escándalo.
—En principio, puede resultar extraño que en el año 2015, siendo ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, se deroga la Ley que daba a los obispos la potestad de llevar a cabo inmatriculaciones. ¿Por qué se aprueba esta modificación y qué consecuencias tiene?
—Lo hicieron a regañadientes, incluso otorgando una moratoria de un año para que la jerarquía católica pudiera seguir apropiándose de bienes, pero fue tal el revuelo que dieron marcha atrás. Sin duda, fue consecuencia de la movilización ciudadana y del cumplimiento parcial de la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.
Digo "parcial" porque se limitó a derogar el privilegio franquista, pero no a tomar las medidas oportunas para revisar la nulidad de las inmatriculaciones practicadas. Desde entonces, la jerarquía católica debe actuar igual que tú y que yo si quiere inscribir un inmueble por primera vez, es decir, debe demostrar que le pertenece. Pero sobre las inmatriculaciones pasadas sigue colgando la espada de Damocles de su nulidad por inconstitucionalidad sobrevenida o por la naturaleza del bien.
Ni una cosa ni la otra se han atrevido a llevar a cabo el Gobierno autocalificado “más progresista de la historia”, incumpliendo la palabra dada en sus programas electorales, en el pacto de gobierno y en el debate de investidura. Lejos de hacerlo, se han sentado con la Conferencia Episcopal para negociar lo innegociable en cualquier Estado de Derecho: la nulidad y el dominio público.
—Para cerrar, y dado que eres portavoz de la Coordinadora estatal Recuperando, que agrupa a distintas asociaciones que luchan contra las inmatriculaciones por parte de la Iglesia católica, me gustaría que, sucintamente, expusieras vuestra trayectoria.
—La Coordinadora Recuperando agrupa a más de treinta colectivos patrimonialistas de todo el Estado en defensa de la legalidad y el dominio público, desde Europa Laica a Redes Cristianas, pasando por colectivos de ámbito territorial como la Unió de Pagesus en Cataluña o Apudepa en Aragón. A todas nos une la conciencia de combatir una ilegalidad en masa que ha provocado el mayor expolio conocido de nuestro patrimonio histórico. Hemos conseguido mucho desde su nacimiento.
Quizá el hito más importante sea el listado parcial de los 35.000 bienes inmatriculados desde 1998, que podrían ser unos 100.000 desde 1946, más listados en Navarra, Cataluña, Baleares, País Vasco o ciudades como Córdoba. Hemos colaborado en la recuperación de bienes concretos de extraordinario valor simbólico como las Murallas de Artá en Mallorca, la devolución en Córdoba del Kiosco de San Hipólito o la Ermita de los Santos Mártires.
Pero nuestro gran triunfo, sin duda, sigue siendo la divulgación del escándalo para que sea comprendido por la ciudadanía. Nuestro interlocutor no es la Conferencia Episcopal, sino los poderes públicos sobre los que pesa la responsabilidad de velar por el cumplimiento de la Constitución y de preservar nuestro patrimonio público, justo lo que no hicieron y siguen sin hacer.
De todos modos, los argumentos jurídicos que las sustentan son poco comprendidos, dado que una parte de los españoles tiene la creencia de que todo aquello que está relacionado con los aspectos religiosos forma parte de las pertenencias eclesiásticas.
Con el fin de arrojar algo de luz acerca de los aspectos legales de las inmatriculaciones, me ha parecido oportuno entrevistarme con el doctor en Derecho y portavoz de la Plataforma Recuperando, Antonio Manuel Rodríguez, escritor y profesor de Derecho Civil en la Universidad de Córdoba, incansable activista en una causa que, a pesar de tener en frente poderosas instituciones, las razones, como veremos, están de su parte.
—Me parece, Antonio Manuel, que lo más adecuado es que comencemos de modo que expliques el significado de la palabra "inmatriculación", ya que no aparece en el diccionario de la RAE (aunque sí, "inmatricular"), al tiempo que ahondaras en la importancia que tienen las inmatriculaciones eclesiásticas en nuestro país.
—Se denomina "inmatriculación" a la primera inscripción de una finca en el Registro de la Propiedad. Para que pueda llevarse a cabo es necesario que la persona física o jurídica que alegue ser su dueño, o tener algún derecho sobre ella, lo demuestre aportando un título válido y legal en el fondo y en la forma: una escritura de compraventa, de donación, testamento… Y si no lo tuviera, la ley arbitra otros procedimientos para demostrar que, en efecto, se tiene un derecho legítimo y no controvertido sobre el inmueble.
Y eso es justamente lo que no ha ocurrido con las inmatriculaciones de la Iglesia católica llevadas a cabo con certificación eclesiástica. Un privilegio franquista que les permitió arrogarse la propiedad de fincas sin tener que aportar más título que la palabra de un obispo.
—Puesto que indicas que fue un "privilegio franquista" concedido a la Iglesia católica, de inmediato surge la siguiente pregunta: ¿Cuándo se iniciaron las primeras inmatriculaciones eclesiásticas y por qué Franco decidió que algunos bienes públicos pudieran ser inmatriculados por los obispos españoles?
—Dejemos claro que la Iglesia católica en sus distintas denominaciones, al igual que cualquier otra persona jurídica, puede ser titular de bienes inmuebles e inscribirlos en el Registro de la Propiedad si lo demuestra aportando un título legal y válido. Pero esto solo es así respecto de los bienes que adquiriese desde 1861, no de los que pudiera poseer con anterioridad sobre los que pesaba la potestad de su desamortización por el Estado.
La razón es simple: Iglesia y Estado eran la misma cosa. Aunque existieron varias reformas legislativas y pronunciamientos judiciales que intentaron favorecer a la jerarquía católica, lo cierto es que únicamente pudo inscribir la posesión de estos bienes mediante su sola palabra, no la propiedad.
Pero en 1944 desaparece la simple posesión en el Registro y en 1946 se convierte en propiedad como si se tratara del milagro del pan y de los peces. Ahí radica la clave del escándalo. Sin embargo, para que quede claro, en ningún caso podía inscribir bienes públicos, ni tampoco los templos de culto que históricamente tenían esa misma consideración.
—Otro momento significativo aconteció en 1998, ya que siendo Aznar presidente del Gobierno se aprueba una reforma de la Ley Hipotecaría, de modo que también los templos dedicados al culto podrían ser inmatriculados.
—En verdad, fue a través de un simple reglamento. Y aunque sorprenda a primera vista, la reforma tenía su razón de ser porque no todos los templos de culto tienen la condición de dominio público. La prohibición era inconstitucional. El problema era otro: que también era inconstitucional el mecanismo de acceso al registro por certificación eclesiástica y nadie hizo nada al respecto.
Para entender bien lo ocurrido debemos tener claro que, a diferencia de la Segunda República, tras la restauración democrática no se reguló la naturaleza pública de los bienes de culto de extraordinario valor cultural e histórico. Hablamos del mayor escándalo inmobiliario de la historia no solo porque se hayan registrado 35.000 bienes de toda índole desde 1998, como si el culpable fuera Aznar, sino de la apropiación del 80 por ciento de nuestro patrimonio histórico desde 1946, siendo culpables todos los gobiernos democráticos que no hicieron y siguen sin hacer nada al respecto.
—Puesto que extiendes la responsabilidad más allá de un presidente determinado, te pregunto: ¿Qué postura tuvo la oposición en aquellos momentos ante este cambio tan importante?
—Ninguna. Con sinceridad, nadie tenía un conocimiento real de lo que estaba pasando. Hay que pensar que estas inmatriculaciones se practicaban con total opacidad, de espaldas a las administraciones y a la ciudadanía. Nadie podía imaginar que la jerarquía católica podía haber inmatriculado miles de bienes a su nombre, incluso templos de culto mientras existía la prohibición. A pesar de ello, la irresponsabilidad política fue imperdonable, porque, ¿tampoco a nadie se le pasó por la cabeza con qué normas inscribirían los templos de culto?
—¿Cómo es posible que a los obispos se les pueda considerar fedatarios, o funcionarios públicos, al mismo nivel que los notarios?
—Es que no es posible. Lo fue durante el franquismo porque hablamos de un Estado confesional donde Iglesia y Estado eran hermanas siamesas. Pero, tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978, esa norma queda derogada por inconstitucionalidad sobrevenida, ya que la Iglesia no es Administración ni los obispos son funcionarios públicos. Choca frontalmente contra el principio de aconfesionalidad del Estado.
El Tribunal Constitucional se pronunció sobre un caso idéntico derogando un artículo de la antigua Ley de Arrendamientos Urbanos. Lo que resulta inconcebible es que el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos se eche las manos a la cabeza porque ningún Gobierno ni juez se hayan atrevido a pronunciarse todavía sobre la nulidad de todas las inmatriculaciones realizadas a su amparo.
—¿Cuándo se llega a conocer el tema de las inmatriculaciones que con tanto silencio y secretismo se llevó hacia adelante?
—Gracias a dos casualidades. Una en Navarra, en 2006, a raíz de una consulta sobre una ermita que reveló la inmatriculación de miles de bienes. Y otra en 2009, cuando hicimos algo parecido para conocer la situación registral de la Mezquita de Córdoba y nos sorprendió verla inscrita como un bien privado. Creo que ambos movimientos ciudadanos fueron determinantes para que se conociera el escándalo y, a partir de ahí, encontrar el respaldo de otros muchos a nivel estatal.
—Algo que llama la atención es que, por ejemplo, en nuestros países vecinos, Portugal y Francia, haya un criterio totalmente distinto al de España con respecto a los bienes públicos de carácter religioso.
—Cada uno obedece a principios distintos, aunque el resultado final sea prácticamente el mismo. La separación Iglesia-Estado es consecuencia de la Revolución Francesa y, desde entonces, podemos hablar del reconocimiento de estos bienes como de dominio público. No se trata de ninguna novedad porque continúa la tradición histórica del Derecho Romano y su recepción medieval, aunque es cierto que su constatación definitiva tiene lugar con la Ley Combes de 1905.
Este fue el criterio seguido en la Ley de Congregaciones Religiosas de la Segunda República, la primera que derogó el dictador. No ocurre lo mismo en Portugal donde este mismo reconocimiento se produce mediante un acuerdo entre el Estado y el Vaticano en 1940, curiosamente gobernando otro dictador, Salazar.
En ambos casos, sea unilateral o bilateralmente, los bienes de naturaleza religiosa de extraordinario valor histórico y cultural son considerados inalienables, inembargables e imprescriptibles, corriendo de cuenta del Estado su mantenimiento y rehabilitación, sin perjuicio del uso cultural que nadie cuestiona. Así pues, lo ocurrido en España es una anomalía democrática y europea. Solo aquí se ha producido esta privatización en masa de bienes públicos, de manera clandestina y desleal con la ciudadanía, empleando normas franquistas e inconstitucionales.
—Posiblemente, el caso más escandaloso y conocido de las inmatriculaciones haya sido el de la Mezquita de Córdoba. Creo que merece la pena que te extiendas en la explicación de esta inmatriculación.
—Así es. El escándalo de la inmatriculación de la Mezquita ha dado la vuelta al mundo, tanto por la trascendencia del monumento, como por la evidencia incontestable de que ya existía su bosque de arcos antes de su apropiación por la jerarquía católica.
Siempre recordaré las caras de asombro de los periodistas extranjeros porque no llegaban a entender cómo se había consentido la privatización de un bien que pertenece a la humanidad entera. Y es en la razón de sus caras de incomprensión donde encontramos la respuesta. Porque nos equivocamos al preguntar “de quién es” la Mezquita. La pregunta correcta sería “qué es” la Mezquita de Córdoba, ya que si se trata de un bien de dominio público, como lo demuestra el hecho admitido por la propia Iglesia de estar fuera del tráfico jurídico, no puede tener dueño porque no es de nadie.
La Mezquita de Córdoba no puede ser vendida, hipotecada, embargada o adquirida por la posesión en el tiempo. Y eso no quita que la jerarquía católica pueda tener derechos legítimos sobre el monumento, especialmente su uso religioso, pero en ningún caso su apropiación privada invocando su consagración (porque no es medio para adquirir el dominio), su usucapión (porque sería admitir que no era suya) o su presunta donación (porque no existe documento que lo acredite, ni lo invocó en el registro en su momento y, lo que es peor, implicaría reconocer que pertenecía a la Corona y que, por tanto, era público).
Y no olvidemos que se inscribió con normas inconstitucionales, luego su inmatriculación es nula por partida doble, como reconoció en su momento el informe del secretario del Ayuntamiento de Córdoba, y el emitido por la Comisión de Expertos presidida por Federico Mayor Zaragoza. Además, la cuestión de la Mezquita tiene otras aristas, tales como la gestión económica o monumental, lo que la convierte en la punta del iceberg y paradigma del escándalo.
—En principio, puede resultar extraño que en el año 2015, siendo ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, se deroga la Ley que daba a los obispos la potestad de llevar a cabo inmatriculaciones. ¿Por qué se aprueba esta modificación y qué consecuencias tiene?
—Lo hicieron a regañadientes, incluso otorgando una moratoria de un año para que la jerarquía católica pudiera seguir apropiándose de bienes, pero fue tal el revuelo que dieron marcha atrás. Sin duda, fue consecuencia de la movilización ciudadana y del cumplimiento parcial de la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.
Digo "parcial" porque se limitó a derogar el privilegio franquista, pero no a tomar las medidas oportunas para revisar la nulidad de las inmatriculaciones practicadas. Desde entonces, la jerarquía católica debe actuar igual que tú y que yo si quiere inscribir un inmueble por primera vez, es decir, debe demostrar que le pertenece. Pero sobre las inmatriculaciones pasadas sigue colgando la espada de Damocles de su nulidad por inconstitucionalidad sobrevenida o por la naturaleza del bien.
Ni una cosa ni la otra se han atrevido a llevar a cabo el Gobierno autocalificado “más progresista de la historia”, incumpliendo la palabra dada en sus programas electorales, en el pacto de gobierno y en el debate de investidura. Lejos de hacerlo, se han sentado con la Conferencia Episcopal para negociar lo innegociable en cualquier Estado de Derecho: la nulidad y el dominio público.
—Para cerrar, y dado que eres portavoz de la Coordinadora estatal Recuperando, que agrupa a distintas asociaciones que luchan contra las inmatriculaciones por parte de la Iglesia católica, me gustaría que, sucintamente, expusieras vuestra trayectoria.
—La Coordinadora Recuperando agrupa a más de treinta colectivos patrimonialistas de todo el Estado en defensa de la legalidad y el dominio público, desde Europa Laica a Redes Cristianas, pasando por colectivos de ámbito territorial como la Unió de Pagesus en Cataluña o Apudepa en Aragón. A todas nos une la conciencia de combatir una ilegalidad en masa que ha provocado el mayor expolio conocido de nuestro patrimonio histórico. Hemos conseguido mucho desde su nacimiento.
Quizá el hito más importante sea el listado parcial de los 35.000 bienes inmatriculados desde 1998, que podrían ser unos 100.000 desde 1946, más listados en Navarra, Cataluña, Baleares, País Vasco o ciudades como Córdoba. Hemos colaborado en la recuperación de bienes concretos de extraordinario valor simbólico como las Murallas de Artá en Mallorca, la devolución en Córdoba del Kiosco de San Hipólito o la Ermita de los Santos Mártires.
Pero nuestro gran triunfo, sin duda, sigue siendo la divulgación del escándalo para que sea comprendido por la ciudadanía. Nuestro interlocutor no es la Conferencia Episcopal, sino los poderes públicos sobre los que pesa la responsabilidad de velar por el cumplimiento de la Constitución y de preservar nuestro patrimonio público, justo lo que no hicieron y siguen sin hacer.
AURELIANO SÁINZ