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HG Manuel | La fotografía (XV)

“…pues Castilla me llama por teléfono, de noche, pasadas las doce”.

–Yo adivino, ¿sabe? –me guiñó un ojo–. No hay juicio sin prejuicio, fácil, ¿no? Los días navegan, toman rumbo, y hoy, el día hoy, el llamado hoy –seguía el tarareo–, me tropieza con usted. Y le cuento; quién iba a prever que hoy iba yo a contar esto –se largó un trago para animarse–. Un día, cualquier hoy entre los muchísimos hoy que tuve y voy teniendo, alguno repetido, casi todos, porqué habría de fingir otra cosa, pues Castilla me llama por teléfono, de noche, pasadas las doce. Yo había tenido el día delicado, ciertos apuros, ¿comprende?, y mi soledad se consolaba con la de alguien, muy especial ese alguien. Entonces, digo –unió índice y pulgar y comenzó a subrayar–, él, ése… cabrón, interrumpe el momento, ese momento, el momento único, el momento de la comunión, la humana, no existe otra de tal calibre: mezcla fluidos y alma, etcétera. Pues él irrumpe, él interrumpe, él destroza, él arrasa. Y va y me suelta, sin preámbulo ni disculpa, sopetonudo, huevonudo, recojonudo, que no está de acuerdo con mi propuesta para ilustrar su libro. ¡Toma! Es más, que no quiere dibujos, mis dibujos. Luego se remonta y llega al sursum del sumun: ¡El mundo es una mierda! ¡Como si yo no supiera de qué va la resusodicha remierda! Y sigue con esto y con lo otro, explicación aquí, teoría allá, blablablá, blablablá ‒sus manos tontilocas iban y venían peligrosamente sobre nuestros inocentes vasos; era interesante barruntar el estropicio‒. Tuve paciencia, ¿eh?, ignoro de dónde me vino pero tuve paciencia. La santa paciencia de calmar mis humores y molestarme en razonar, en explicarle. Mientras Ella, la Belleza encarnada, dilata su alucine y me arroja miradas de célico fuego. Y yo, affábile e amábile, ¡so acémila!, le recito la panacea. Pues que nunca se debe beber solo, y menos en tu casa; que si has de beber, pues comparte la borrachera con otros: un ejemplo de dolor siempre conforta, es bueno y es bienvenido, benvenuto, y tal y tal y que tal; que si hay música, un poco de jazz, es un ejemplo, y, con suerte, la intimidad de unos ojos comprensivos, pues mejor que mejor, y déjate ir, que el momento negro cunda, pase y se largue a hacer puñetas; y que luego, ya bien remojadas las enterezas del alma, te alzas de la barra con todas tus medallas y desfilas hacia la calle como un legionario: paso largo, puño al pecho y codo al aire, ¡que me lo digan a mí! ¿Y qué ocurre? ¿Qué ocurrió? ¡Que el tío se me engalla! Me levanta la voz, y con su media lengua beoda me suelta esto y lo otro, que no lo tome por imbécil, que si parezco su padre: se llevó muy mal con él y le rescolda el dolor; que a quién le hablo, que quién me creo que soy, y que tatatá tatatá y que tatatá tatatá. Mire, me entró la neura, me dio la piromanía y entonces ascuas, chispas y cenizas, ¡todo arrasado! Colgué y hasta hoy. Ni me ha vuelto a llamar ni lo llamo. Yo, si quiero comprender, comprendo; tonto, muy tonto no soy, a retonto no llego. Y sí, la verdad, yo lo entiendo –se le bajó el soufflé–. Pero no lo llamo. Tampoco lo llamaré. ¡Nunca! –me sonó a quejido–. Yo sé, nos conocemos desde niños, que más que conmigo, él está enfadado con él. Mire, él tiene alojada en el espíritu una obsesión, una idea patógena.

Calló. Se echó un trago. Se lamió y refrotó los labios. Ojeó a izquierda y derecha… Yo también eché un vistazo en rededor: ¿por dónde camparía la idea patógena?

Allá, aparte, uno de los vejetes cobró vida y floró la palabra; pero enmustió enseguida. Ni chistaron los compañeros.

Hernández depositó el vaso con mucho cuidado sobre el mostrador y lo alejó (solo un poco) con un dedo.

–Castilla siempre ha pensado que morirá joven –continuó con la aventura–. Por eso le baja la moral y bebe. Y ya puestos, por si le sirve, desembucho en un periquete y le informo de que Castilla bebe, como seguramente habrá sospechado porque usted es detective.

–¡Joder…! –se me escapó bajito.

–¿Pero quién no se enfada con uno mismo? ¿Eh? –se aporreó el pecho–. Su cantinela: Moriré joven, que a mí me tenía harto, a él lo tenía convencido. Porque un rasgo de presunción pesimista había en ella. Ya joven, como no sea de espíritu, no morirá, se le pasó el día, y hará un muerto viejo, como lo haré yo y con más cercanía. Esta patata… –se golpeó el pecho–. Mire, tengo todos sus libros, si desde entonces no ha publicado algún otro. Son siete, edición privada, salvo dos: los primeros, y debo de ser el único, excluido él, que los tiene. Todos. Los edita porque le hiere una esperanza remota, esa misma que arroja una botella al mar. Lo contrario que yo, que nunca, o casi nunca, termino lo que comienzo y dirijo películas de pensamiento; no valen anuncios ni documentales: pusilanimidades y demás basurilla comestible –que aventó con la mano–. Todos llevamos al héroe guardado en el ánimo, ¿pero quién se revela contra la amenaza, eh?, ¿quién, contra la injusticia, la tragedia, el infortunio? Es más cómodo ser representado en el cine, bien repanchingado en tu butaca, mascando patatas y palomitas y esparciendo ese tufo a fritanga, insoportable. ¡Inopios! ¡Avestruzos! –le gritó, con furor ebrio, a un par de imaginarios espectadores; y nos llegó el eco, conocido: ¡válgame!, ¡imbécil!, ¡qué cojones!, y por remate, unánime: ¡so pelma!–. Y nadie presentó al héroe como Ford: la soledad del desierto y un hombre, encallado a la vera de un camino, que, y ¡ojo!, esto es importante, aguarda el paso de la diligencia. ¿Lo ve? Siempre estamos a la espera de la maravilla. ¿Vendrá? ¿No vendrá? ¿Tal vez pasó? Si yo hubiera dirigido algo así… Si hubiera conseguido dedicar mi talento a ese arte que paraliza la mente, y nos saca los cuartos a los perplejos, bien sujetos a una silla… ¡Bah! Se me apagaron las luces y nadie lo lamenta. Lo único que me sobrevivirá, por mero soporte físico, un cartón dura más que un humano –se sonrió–, será mis dibujos. Colgarán en la pared de alguna galería de tercera, si es que alguien se atreve a comerciar con ellos; o se irán enmoheciendo en el cuartucho de un don nadie que ni conozco ni conoceré ni ganas, o se perderán en el remate de un chamarilero o en cualquier revistilla gráfica que necesite un relleno, o se irán deshaciendo entre la inmundicia de un basural. Los que ya amarillean en mis carpetas, ni lo dude, irán al fuego. ¿Quiere uno?, lo salva si me da su dirección o me cita, cualquier día entre los días, aquí mismo. Sólo le pediré un vasito como este que alzo, y, si le alcanza, unas anchoítas –lo alzó y bebió; chasqueó como si amargara.

No respondí, no supe, tal vez bromeaba, a su propuesta.

–Por favor, encuentre a Castilla. Quedan muchas cosas por decirnos entre él y yo ‒se sonrió‒: Redigo, sin drama, lo que cantó aquél otro Hernández, el de talento, pero soy igual de sincero.

En algún momento: pausa entre anchoas y aceitunas, le pidió un bolígrafo a «Lalín»; alisó contra el mostrador una servilleta, me lanzó un par de rápidos visajes en tanto garabateaba ligero con el bolígrafo y no tardó en alargarme el papel: ahí estaba yo, pinchando una aceituna.

–Le entrego este muerto –dijo–. No es gran cosa: fugaz emoción de agradecimiento por buscar a mi tonto gemelo. Usted encontrará al pobre despistado; no andará muy lejos, no sabe, aunque él crea lo contrario.

Conservo el dibujo, mancha de aceite incluida, debidamente enmarcado, en una pared de mi despacho.

–Adiós –se despidió–. Yo me quedo aquí acariciando, con mucha suavidad, a este gatito arisco: el olvido. Nadie hace lenguas de mí, no repetirá el cuento griego o renacentista que anuncia al genio –le asomó la burla en la sonrisa–. Sí, me quedo; si no, a Lalín ‒apuntó al camarero‒ le da llorona.

Y no dio más de sí; se atascó en su circunloquio y no hubo manera.

Pagué lo consumido; él, inmerso en sus elucubraciones, ni se dio cuenta.

Quedó tal como lo encontré, recostado en la barra, disolviéndose ‒como él diría‒ en la penumbra torpe del café. Le aparentaba un poso, un recuelo amargo en los ojos que fluía como niebla y enturbiaba su figura, cuando me fui.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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