De entrada, tengo que confesar que soy un gran aficionado a los cuentos: a los cuentos para mayores, puesto que cuando utilizamos la palabra ‘cuento’ acuden a nuestra mente aquellos que nos narraron en nuestra infancia, los que contemplábamos por entonces en algunos tebeos, los que veíamos en la televisión o, quizás, los que leíamos durante los años en los que la fantasía formaba parte fundamental de nuestro mundo.
En esa pasión lectora de adulto, me gustaría indicar, por ejemplo, que, aparte de mis admirados Mario Benedetti o José María Merino, me he leído casi con devoción los cerca mil cuentos que nos legó el gran escritor ruso Antón P. Chéjov y que, por suerte, fueron magníficamente traducidos a nuestra lengua y editados en nuestro país en cuatro gruesos volúmenes por la editorial Páginas de Espuma.
Sin embargo, en esta ocasión quisiera referirme a un tipo de cuento que me he atrevido a llamarlos ‘infinitesimales’ por su extrema brevedad. Y con ello los quiero diferenciar de los denominados microrrelatos, cuentos cortos e, incluso, cuentos ínfimos, que son otras denominaciones que se les da a los muy breves.
Ante la pregunta que podría flotar en el aire acerca de las razones por las cuales traigo este tema, apunto a dos razones. La primera, que un antiguo colaborador de Andalucía Digital, Daniel Guerrero Bonet, acaba de publicar su primer libro de cuentos, que lo ha denominado Cuentos minúsculos que se asoman a realidades sorprendentes, del que tengo que apuntar que lo he encargado, pero que en el momento de escribir estas líneas todavía no lo he recibido. De todos modos, la escritura de Daniel es muy buena, por lo que estoy seguro de que disfrutaré con esos ‘cuentos minúsculos’.
La otra razón está ligada a una experiencia que he tenido no hace mucho. Resulta que un día al terminar la clase, y cuando los alumnos habían vaciado el aula, me encontré sobre una de las mesas una hoja suelta en la que, al lado de esos trazados o garabatos que se suelen hacer para entretenerse un poco, observé que había un breve texto escrito que, perfectamente, lo podría incluir dentro de esos cuentos infinitesimales. Decía así:
He buceado hasta el fondo de mi alma, y no he encontrado nada.
Me quedé sorprendido y pensativo. Guardé la hoja. No recordaba quién había ocupado aquella mesa, si fue un alumno o una alumna. Pero daba igual, porque tampoco se trataba de averiguar quién había sido el autor o la autora de ese brevísimo texto, cargado de poesía o, quizás, de una tenue melancolía. “Bucear hasta el fondo del alma y no encontrar nada”: ¿Qué querían expresar esas pocas palabras? Nunca lo sabré, porque, en todo cuento bien construido, aunque sea infinitesimal, se enuncian irresolubles incógnitas.
Pero si hay un cuento brevísimo, que todos los que lo conocen lo toman por el más corto de los que se hayan escrito, es el que corresponde al escritor de origen guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003). El mismo que se suele citar como ejemplo de máxima concisión, dado que solo contiene siete palabras:
Cuando se despertó, el dinosaurio seguía allí.
Una vez leído, se queda uno pensativo y empieza a preguntarse: ¿Quién se despertó? ¿Él o ella? ¿Qué nombre tenía? ¿Dónde dormía?... De igual modo, y puesto que no dice un dinosaurio sino el dinosaurio, vuelven las interrogantes: ¿Qué tipo de dinosaurio? ¿El dinosaurio era un animal o la imagen fantasmal de alguna pesadilla que torturaba a quien soñaba?
Todo buen cuento, por pequeño que sea, se abre a distintas preguntas e interpretaciones. Muy distinto a lo que acontece con los aforismos, que son breves respuestas, casi sentencias, a los diversos temas que nos planteamos. También de cualquiera de las ideas filosóficas: por ejemplo, cuando René Descartes, queriendo sentirse muy seguro a partir de un pensamiento inequívoco, afirmó con rotundidad: “Pienso, luego existo”. O de las muchas expresiones científicas, como aquella que nos dice que “La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”, ya que solo pueden ser cuestionadas por otras de igual rango.
Tampoco los haikus japoneses podemos considerarlos cuentos infinitesimales, pues son breves composiciones poéticas de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas.
Vuelvo de nuevo a Augusto Monterroso. Pensándolo despacio, ¿realmente, fue ese cuento mínimo el más breve de todos los que se han escrito?
La verdad es que no lo sé. Ni tampoco tengo claro que alguien pueda afirmarlo tajantemente, pues para ello tendría que haberse leído todos los cuentos publicados. Lo que sí puedo decir es que el escritor estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961) escribió otro cuento infinitesimal también de siete letras. Es el siguiente:
Se venden zapatos de bebés. Sin estrenar.
Y no se trata solamente de la brevedad a la que he aludido para cruzarnos con un cuento infinitesimal. En el caso Hemingway, la segunda frase nos abre a un conjunto de interrogantes, posiblemente un tanto angustiosos, a los que no podemos dar ninguna respuesta cierta. ¿Por qué se venden esos zapatos? ¿Qué aconteció con el bebé que debía estrenarlos? ¿Por qué los padres han decidido venderlos? No hay soluciones: solo enunciados que acaban en especulaciones en la mente del lector.
Para cerrar esta breve incursión en los relatos cortos, quisiera apuntar que no todo lo que a uno se le pueda pasar por la cabeza lo podríamos considerar como un cuento infinitesimal. Creo que un buen relato brevísimo, al que me he atrevido llamarlo ‘infinitesimal’, junto a su singularidad, al menos debe abrir múltiples interrogantes que siempre quedarán como preguntas incómodas o inquietantes en quienes lo han escuchado o leído.
En esa pasión lectora de adulto, me gustaría indicar, por ejemplo, que, aparte de mis admirados Mario Benedetti o José María Merino, me he leído casi con devoción los cerca mil cuentos que nos legó el gran escritor ruso Antón P. Chéjov y que, por suerte, fueron magníficamente traducidos a nuestra lengua y editados en nuestro país en cuatro gruesos volúmenes por la editorial Páginas de Espuma.
Sin embargo, en esta ocasión quisiera referirme a un tipo de cuento que me he atrevido a llamarlos ‘infinitesimales’ por su extrema brevedad. Y con ello los quiero diferenciar de los denominados microrrelatos, cuentos cortos e, incluso, cuentos ínfimos, que son otras denominaciones que se les da a los muy breves.
Ante la pregunta que podría flotar en el aire acerca de las razones por las cuales traigo este tema, apunto a dos razones. La primera, que un antiguo colaborador de Andalucía Digital, Daniel Guerrero Bonet, acaba de publicar su primer libro de cuentos, que lo ha denominado Cuentos minúsculos que se asoman a realidades sorprendentes, del que tengo que apuntar que lo he encargado, pero que en el momento de escribir estas líneas todavía no lo he recibido. De todos modos, la escritura de Daniel es muy buena, por lo que estoy seguro de que disfrutaré con esos ‘cuentos minúsculos’.
La otra razón está ligada a una experiencia que he tenido no hace mucho. Resulta que un día al terminar la clase, y cuando los alumnos habían vaciado el aula, me encontré sobre una de las mesas una hoja suelta en la que, al lado de esos trazados o garabatos que se suelen hacer para entretenerse un poco, observé que había un breve texto escrito que, perfectamente, lo podría incluir dentro de esos cuentos infinitesimales. Decía así:
He buceado hasta el fondo de mi alma, y no he encontrado nada.
Me quedé sorprendido y pensativo. Guardé la hoja. No recordaba quién había ocupado aquella mesa, si fue un alumno o una alumna. Pero daba igual, porque tampoco se trataba de averiguar quién había sido el autor o la autora de ese brevísimo texto, cargado de poesía o, quizás, de una tenue melancolía. “Bucear hasta el fondo del alma y no encontrar nada”: ¿Qué querían expresar esas pocas palabras? Nunca lo sabré, porque, en todo cuento bien construido, aunque sea infinitesimal, se enuncian irresolubles incógnitas.
Pero si hay un cuento brevísimo, que todos los que lo conocen lo toman por el más corto de los que se hayan escrito, es el que corresponde al escritor de origen guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003). El mismo que se suele citar como ejemplo de máxima concisión, dado que solo contiene siete palabras:
Cuando se despertó, el dinosaurio seguía allí.
Una vez leído, se queda uno pensativo y empieza a preguntarse: ¿Quién se despertó? ¿Él o ella? ¿Qué nombre tenía? ¿Dónde dormía?... De igual modo, y puesto que no dice un dinosaurio sino el dinosaurio, vuelven las interrogantes: ¿Qué tipo de dinosaurio? ¿El dinosaurio era un animal o la imagen fantasmal de alguna pesadilla que torturaba a quien soñaba?
Todo buen cuento, por pequeño que sea, se abre a distintas preguntas e interpretaciones. Muy distinto a lo que acontece con los aforismos, que son breves respuestas, casi sentencias, a los diversos temas que nos planteamos. También de cualquiera de las ideas filosóficas: por ejemplo, cuando René Descartes, queriendo sentirse muy seguro a partir de un pensamiento inequívoco, afirmó con rotundidad: “Pienso, luego existo”. O de las muchas expresiones científicas, como aquella que nos dice que “La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”, ya que solo pueden ser cuestionadas por otras de igual rango.
Tampoco los haikus japoneses podemos considerarlos cuentos infinitesimales, pues son breves composiciones poéticas de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas.
Vuelvo de nuevo a Augusto Monterroso. Pensándolo despacio, ¿realmente, fue ese cuento mínimo el más breve de todos los que se han escrito?
La verdad es que no lo sé. Ni tampoco tengo claro que alguien pueda afirmarlo tajantemente, pues para ello tendría que haberse leído todos los cuentos publicados. Lo que sí puedo decir es que el escritor estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961) escribió otro cuento infinitesimal también de siete letras. Es el siguiente:
Se venden zapatos de bebés. Sin estrenar.
Y no se trata solamente de la brevedad a la que he aludido para cruzarnos con un cuento infinitesimal. En el caso Hemingway, la segunda frase nos abre a un conjunto de interrogantes, posiblemente un tanto angustiosos, a los que no podemos dar ninguna respuesta cierta. ¿Por qué se venden esos zapatos? ¿Qué aconteció con el bebé que debía estrenarlos? ¿Por qué los padres han decidido venderlos? No hay soluciones: solo enunciados que acaban en especulaciones en la mente del lector.
Para cerrar esta breve incursión en los relatos cortos, quisiera apuntar que no todo lo que a uno se le pueda pasar por la cabeza lo podríamos considerar como un cuento infinitesimal. Creo que un buen relato brevísimo, al que me he atrevido llamarlo ‘infinitesimal’, junto a su singularidad, al menos debe abrir múltiples interrogantes que siempre quedarán como preguntas incómodas o inquietantes en quienes lo han escuchado o leído.
AURELIANO SÁINZ