–No me haga usted caso ‒rechazó el señor Flores, despabilado así mi airado ensimismamiento‒. ¡Ah!… algo se me olvidaba –me señaló, de broma o enigmático–, le daba vueltas… y lo acabo de recordar, puede que le sirva. Él, Cardenal, el periodista, resulta que es amigo de Castilla, surgió el tema en una de las tantas conversaciones que hemos tenido. Pienso que si habla con él quizá pueda informarle de algo que yo desconozca. Particularmente, yo necesito esos encuentros con Castilla, nuestros amables intermezzi, casuales, esporádicos, en cualquier parte: paseando una calle, sentados en una terraza… Recuerdo, me resulta inevitable, cuando venía con los otros a jugar a casa después del colegio, que organizábamos, más bien los organizaba yo, campeonatos de fútbol: cada uno elegía el nombre de su equipo favorito y disputábamos con mucho entusiasmo en el pequeño futbolín. Yo anotaba los resultados en una libretita, sumaba los puntos y llevaba al día una tabla clasificatoria. Quería ser periodista deportivo, mi gran vocación; de hecho, mi primer libro, publicado por la editorial Balmis, ¡el gran don José María!, fue una modesta historia del deporte local. Existe algo entrañable entre nosotros, todos…
«¡Ya estamos!» me sublevé, harto de tanta historieta, párrafos y parrafadas; aunque mantuve la cara de palo, a duras penas disfrazada de interés.
–¿No cree que pueda estar de viaje? –lo interrumpí, muy seriecito.
–¿Castilla? Pues… no lo sé. Le recuerdo, éramos muy jóvenes, una frase nada original: «Si adónde vas te llevas, entonces para qué ir», y no se me olvida porque es tremenda, mucho más en boca de un crío. Tal vez se la inspiró algún desengaño o… el consabido hastío juvenil; pero sigo creyendo que contiene todo el tedio del mundo, y algo de esto, como diría… contamina su vida, o yo lo presiento así, desde entonces. Él siempre tuvo algo de fatalista, y con ese ánimo… pues, qué quiere que le diga, muy lejos no se puede ir. Además, Castilla es, a su manera, un tímido; quiero decir que prefiere el segundo plano, y rehúye la evidencia. Exponerse, contra lo que parezca, conlleva responsabilidad, a veces mucha, pues contraes compromisos, ineludibles; más exigentes, o mortíferos, los públicos –secreteó (o, reiterativo, se justificaba), y contra mi esperanza de que cesara la monserga–; y aunque parezca figureo…
Yo volví a interrumpirlo.
–Entonces, si usted cree que no se ha ido de viaje…
–Yo no he afirmado…
–…tal vez se haya recluido en algún lugar, lejos del mundanal ruido, para escribir, leer, meditar, o buscar a una…
–¡Ah, eso está muy bien visto, sí, muy bien! –fingió animarse, así lo noté, el señor Flores–. No se me había ocurrido, cuando es de lo más obvio, claro que sí.
Se venía alzando un pequeño revuelo cerca de la puerta. Fue entonces cuando la dinámica catedrática de historia antigua, la avezada y rubicunda amazona, llegó para interrumpirnos; afanosa, refregándose las manos, me orilló de su alentadora sonrisa, dedicada entera y vera al presidente.
–Francis, cariño –melindreó–, la Importante ha llegado. Viene con todo su séquito, y no te enfades, incluye a un par de fotógrafos.
Presto, aplomado, se puso en pie el señor Flores y se ajustó la corbata.
–Por qué me iba a enfadar. Ya lo imaginaba, igual que tú. Sin perdón ni olvido –bromeó–, le daremos su buen coscorrón en el momento oportuno –le rozó el hombro con la punta de los dedos. Y prolongó el gesto en dirección a la puerta por donde los invitados, en pequeños remolinos, comenzaban a salir; me invitaba a seguirlos–. Puede asistir si quiere. Soportará una charla sobre la necesidad de unificar procedimientos metodológicos, ya sabe que cada cual concibe su proyecto, incluso político. Y hablando de coscorrones –conchabó a la rubia, y se sonreía dirigiéndose a mí–, otra cosa, urgente: se han hallado unos restos de muralla en las obras de ese futuro centro comercial… no recuerdo el nombre. La casualidad, una de nuestros aliados, más un chivatazo nos han puesto sobre aviso y queremos detener las obras; no dejaremos que la ambición destruya esta fuente, una más –peroraba–, que nos habla de aquel plan fundador de la ciudad, hoy tan maltratada por el egoísmo: una variante de la estupidez, y por otra de sus múltiples caras: la indiferencia de los idiotas, llamados así por los griegos, no crea otra cosa –me aclaró, sin yo pedirlo–. Veremos si lo conseguimos. ¡Ah!, le diré, por si le sirve, que en ocasiones, quizá las más inesperadas, Castilla carecía de tacto. Podía herir en lo más íntimo con una indiscreción, impensada, sin mala intención, por supuesto… Estas son las peores –se sonrió, y me dio qué pensar: me recordó a Hernández.
–¿Podría darme el teléfono del periodista? –le pedí, cuando la rubia catedrática ya lo tomaba por el brazo.
–Por supuesto. Mire… –tironeó de él la rubia–. No, si ya, querida Palmira. Si asiste al acto, se lo puedo dar cuando finalice; pero si tiene prisa o no le interesa, lo llamo esta noche o mañana a primera hora.
Sin decidir, aunque optaba por lo segundo, le entregué apresuradamente mi tarjeta. Los seguí despacio: el bullicio de los presentes los iba engullendo, y tomé asiento en la última butaca de la última fila; ante mí, en proyección de totilimundi, las espaldas y cabezas de los invitados, sobre el estrado el orador y la presidencia ornados con la figurería en caballeros y caballos de un enorme tapiz. ¿Me interesaba escuchar la aventura del documento? Cuando el primer asunto comenzó a enredarse entre la capacidad crítica y la creatividad científica, más otros adornos mentales de la arqueología, mi ignorancia, aliada con mi pejiguera, comenzó a echarme. Discretamente me levanté y salí.
Bajé la escalinata, alcancé a oír un leve trueno de aplausos –al parecer, oportuno, abandoné cuando comenzaba lo bueno–; dejé atrás la gran portalada, caminé bajo los árboles y farolas de la céntrica calle, y de buenas a primeras se me iba ocurriendo que el señor Flores, el presidente del Círculo para la Protección y Cuidado del Patrimonio, había esquivado algún encuentro indeseado o simplemente inoportuno fingiendo (ayudado por doña Palmira, catedrática y fiel guardiana) que estaba ocupado conmigo. De rebote, entretuvo la espera soltando el verbo pamplinero con disquisiciones teóricas, en plan de confidencia, sobre el altruismo y el provecho, no sé si tomándole el pelo en tono delicado y a base de bien a un candoroso detective.
–La realidad contra la idea… ¿Cuál ganará…? Siempre es bueno escuchar al que sabe… Aunque tengas la cabeza como un bombo… Tanta palabra y tan parva cosecha… –me iba diciendo, resentido o lunático, calle adelante.
«¡Ya estamos!» me sublevé, harto de tanta historieta, párrafos y parrafadas; aunque mantuve la cara de palo, a duras penas disfrazada de interés.
–¿No cree que pueda estar de viaje? –lo interrumpí, muy seriecito.
–¿Castilla? Pues… no lo sé. Le recuerdo, éramos muy jóvenes, una frase nada original: «Si adónde vas te llevas, entonces para qué ir», y no se me olvida porque es tremenda, mucho más en boca de un crío. Tal vez se la inspiró algún desengaño o… el consabido hastío juvenil; pero sigo creyendo que contiene todo el tedio del mundo, y algo de esto, como diría… contamina su vida, o yo lo presiento así, desde entonces. Él siempre tuvo algo de fatalista, y con ese ánimo… pues, qué quiere que le diga, muy lejos no se puede ir. Además, Castilla es, a su manera, un tímido; quiero decir que prefiere el segundo plano, y rehúye la evidencia. Exponerse, contra lo que parezca, conlleva responsabilidad, a veces mucha, pues contraes compromisos, ineludibles; más exigentes, o mortíferos, los públicos –secreteó (o, reiterativo, se justificaba), y contra mi esperanza de que cesara la monserga–; y aunque parezca figureo…
Yo volví a interrumpirlo.
–Entonces, si usted cree que no se ha ido de viaje…
–Yo no he afirmado…
–…tal vez se haya recluido en algún lugar, lejos del mundanal ruido, para escribir, leer, meditar, o buscar a una…
–¡Ah, eso está muy bien visto, sí, muy bien! –fingió animarse, así lo noté, el señor Flores–. No se me había ocurrido, cuando es de lo más obvio, claro que sí.
Se venía alzando un pequeño revuelo cerca de la puerta. Fue entonces cuando la dinámica catedrática de historia antigua, la avezada y rubicunda amazona, llegó para interrumpirnos; afanosa, refregándose las manos, me orilló de su alentadora sonrisa, dedicada entera y vera al presidente.
–Francis, cariño –melindreó–, la Importante ha llegado. Viene con todo su séquito, y no te enfades, incluye a un par de fotógrafos.
Presto, aplomado, se puso en pie el señor Flores y se ajustó la corbata.
–Por qué me iba a enfadar. Ya lo imaginaba, igual que tú. Sin perdón ni olvido –bromeó–, le daremos su buen coscorrón en el momento oportuno –le rozó el hombro con la punta de los dedos. Y prolongó el gesto en dirección a la puerta por donde los invitados, en pequeños remolinos, comenzaban a salir; me invitaba a seguirlos–. Puede asistir si quiere. Soportará una charla sobre la necesidad de unificar procedimientos metodológicos, ya sabe que cada cual concibe su proyecto, incluso político. Y hablando de coscorrones –conchabó a la rubia, y se sonreía dirigiéndose a mí–, otra cosa, urgente: se han hallado unos restos de muralla en las obras de ese futuro centro comercial… no recuerdo el nombre. La casualidad, una de nuestros aliados, más un chivatazo nos han puesto sobre aviso y queremos detener las obras; no dejaremos que la ambición destruya esta fuente, una más –peroraba–, que nos habla de aquel plan fundador de la ciudad, hoy tan maltratada por el egoísmo: una variante de la estupidez, y por otra de sus múltiples caras: la indiferencia de los idiotas, llamados así por los griegos, no crea otra cosa –me aclaró, sin yo pedirlo–. Veremos si lo conseguimos. ¡Ah!, le diré, por si le sirve, que en ocasiones, quizá las más inesperadas, Castilla carecía de tacto. Podía herir en lo más íntimo con una indiscreción, impensada, sin mala intención, por supuesto… Estas son las peores –se sonrió, y me dio qué pensar: me recordó a Hernández.
–¿Podría darme el teléfono del periodista? –le pedí, cuando la rubia catedrática ya lo tomaba por el brazo.
–Por supuesto. Mire… –tironeó de él la rubia–. No, si ya, querida Palmira. Si asiste al acto, se lo puedo dar cuando finalice; pero si tiene prisa o no le interesa, lo llamo esta noche o mañana a primera hora.
Sin decidir, aunque optaba por lo segundo, le entregué apresuradamente mi tarjeta. Los seguí despacio: el bullicio de los presentes los iba engullendo, y tomé asiento en la última butaca de la última fila; ante mí, en proyección de totilimundi, las espaldas y cabezas de los invitados, sobre el estrado el orador y la presidencia ornados con la figurería en caballeros y caballos de un enorme tapiz. ¿Me interesaba escuchar la aventura del documento? Cuando el primer asunto comenzó a enredarse entre la capacidad crítica y la creatividad científica, más otros adornos mentales de la arqueología, mi ignorancia, aliada con mi pejiguera, comenzó a echarme. Discretamente me levanté y salí.
Bajé la escalinata, alcancé a oír un leve trueno de aplausos –al parecer, oportuno, abandoné cuando comenzaba lo bueno–; dejé atrás la gran portalada, caminé bajo los árboles y farolas de la céntrica calle, y de buenas a primeras se me iba ocurriendo que el señor Flores, el presidente del Círculo para la Protección y Cuidado del Patrimonio, había esquivado algún encuentro indeseado o simplemente inoportuno fingiendo (ayudado por doña Palmira, catedrática y fiel guardiana) que estaba ocupado conmigo. De rebote, entretuvo la espera soltando el verbo pamplinero con disquisiciones teóricas, en plan de confidencia, sobre el altruismo y el provecho, no sé si tomándole el pelo en tono delicado y a base de bien a un candoroso detective.
–La realidad contra la idea… ¿Cuál ganará…? Siempre es bueno escuchar al que sabe… Aunque tengas la cabeza como un bombo… Tanta palabra y tan parva cosecha… –me iba diciendo, resentido o lunático, calle adelante.
HG MANUEL
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