Hace más de treinta años, Gabriel Janer Manilla conoció a Marcos Rodríguez cuando se documentaba sobre su tesis doctoral basada en los niños que han vivido en estado salvaje. En 1970 se licenció en Pedagogía por la Universidad de Barcelona, y ocho años más tarde leyó la tesis sobre La problemàtica educativa dels infants selvàtics. El caso de Marcos, un estudio sobre un caso de marginación social.
La tesis trata la historia de un niño que vivió abandonado durante 13 años (de los 7 a los 19) en las montañas de Sierra Morena, después de que su padre le vendiera a un pastor para que le ayudara a hacerse cargo del rebaño de cabras. Después de morir el pastor, Marcos se queda solo en compañía de los animales.
Basándose en aquel estudio, a su autor la historia le pareció sorprendente pero también creíble para adaptarla a la novela. Existen, en cualquier caso, no pocos precedentes en los que la fábula ha pretendido suplantar a la realidad en historias inverosímiles pero que han logrado anegar de fantasía el mundo insobornable de los más jóvenes.
Uno de los casos más conocidos es El libro de la selva, también conocido como El libro de las tierras vírgenes, publicado en 1894 por Rudyard Kipling. Esta serie de relatos cuenta cómo Mowgli es acogido por unos lobos como si fuera su propio hijo.
Más sorprendente incluso puede ser Tarzán, el personaje ficticio creado por Edagr Rice Burroughs, un niño que es educado por una manada de monos mangani, una especie no conocida por la ciencia. Tarzán vio la luz por primera vez en la revista All Story Magazine en octubre de 1912. Después, Bourroughs adaptó el personaje a la novela, a la que sucedieron 23 secuelas, y con el paso del tiempo han sido múltiples las adaptaciones al cómic, al cine y a la televisión.
Fue así como Janer Manilla se atrevió a escribir He jugado con lobos, la novela en la que se inspiró la película Entre lobos, dirigida por Gerardo Olivares. Desde luego, como suele ocurrir a veces, la literatura resultó ser más creíble que el cine.
El libro está escrito en primera persona, con un lenguaje desprovisto de todo exorno, casi sintético. Como si fuese la historia de vida en la que basó su tesis doctoral. En el Post scriptum, el autor advierte sobre la realidad de los hechos: “La respuesta es: no es tan importante lo que vivió, sino lo que creyó que vivía. Quizás, la imaginación lo salvó de la soledad. Mientras, jugaba con los lobos y se dejaba guiar por una culebra”. Fuera como fuese, lo cierto es que el libro, que se mueve entre una dureza extrema y una ternura sutil, me parece más creíble que la película.
Cuenta en la novela Marcos Rodríguez que le hubiera gustado haber nacido lobo y piensa que el hombre no nace lobo, pero que puede acabar convirtiéndose en uno de ellos. Se acostumbró a convivir y a comunicarse con los animales: “No era tan difícil como hacerlo con los hombres”.
Cuenta que el jabalí es el único animal que no tiene amigos y que por eso no puedes acercarte a él, y por eso nunca levanta la cabeza del suelo y nunca mira a las estrellas. Comía patatas porque veía que los cerdos comían patatas. Damián, el cabrero, le había aconsejado: “Si siempre haces lo mismo que los cerdos, no te equivocarás nunca”.
Marcos aullaba como los lobos, gañía como la zorra, hacía los mugidos de los ciervos. Aunque iba medio desnudo, nunca sintió frío. Y confiesa: “Yo sé que se aprende a tener frío. La vida es la escuela donde se aprende a tener frío. Pero allí, en medio del valle, aprendí a no sentirlo”.
Con el paso de los años, cada vez le resultaba más difícil pronunciar los vocablos y expresarse como un hombre. Se entendía mejor con las bestias. Despertaba antes que amaneciera para ver cómo, al llegar la luz, se abrían las flores a medida que el alba crecía. Inventaba palabras y música. Le gustaba cantar. Cantaba al estilo de las bestias, levantando un aullido en el bosque. Gritaba como si cantara una canción salvaje. No recuerda si alguna vez estuvo enfermo. Y pensaba que morir es cerrar los ojos. Se diferenciaba de los animales en que podía usar las manos y era consciente de que su inteligencia era más poderosa, excepto si se trataba del águila.
A veces andaba con los pies y las manos, descalzo, como los lobos o las cabras, pero no lograba hacerlo igual que ellos. Saltaba cercados, se encaramaba por las rocas y se subía a la última rama de los árboles. Llevaba el pelo hasta las rodillas y, sin embargo, se preguntaba por qué su cuerpo no se cubría también de pelo como los demás animales. Frecuentaba la cueva de los lobos y hablaba con el águila y se entendía con la culebra.
Durante todo ese tiempo, Marcos pensó por qué su padre lo había vendido a aquel hombre y cuánto dinero le pusieron en las manos. Y dice: “Mi padre no me vendió para hacerme daño. Solo porque era pobre. Porque era muy pobre, me vendió”.
Cuando la Guardia Civil lo encontró en el verano de 1956, había vivido trece años perdido en el bosque desde que su padre lo vendió. La gente creó la leyenda. Decían que era hijo de una loba y un pastor y que solo comía bellotas y raíces. Su indumentaria alimentó la fábula. Iba vestido con una piel y llevaba unas alpargatas que él mismo se había hecho con corcho y alambres.
No sabía andar con zapatos ni usar la cuchara y el tenedor. Comía con las manos. Cogía el plato y se lo llevaba a la boca. Le costaba dormir en una cama, porque estaba acostumbrado “a la dureza del suelo, al calor difícil de las piedras”. Le dijeron que las cosas que decimos se pueden escribir en un papel. Pero él prefería, antes que las palabras, imitar el canto de la perdiz o de la zumacaya, del mochuelo o del águila.
Cuando después de aquel tiempo perdido reconoció al padre, lo encontró más viejo, pero el carácter no le había cambiado. Y éste, cuando observó al hijo vestido con una piel medio destrozada, solo alcanzó a decir después de trece años: “¿Dónde está la chaqueta que llevabas? ¿Qué has hecho con la chaqueta? Te compré una chaqueta, ¿qué has hecho con ella?”.
Todos estos pequeños detalles que hacen creíble la historia, incluso verídica por momentos, se pierden en la película. Y es precisamente en esos imperceptibles e inequívocos pormenores en los que la fantasía no se detiene pero donde la realidad es pertinaz y la memoria es encubridora.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de diciembre de 2010.
La tesis trata la historia de un niño que vivió abandonado durante 13 años (de los 7 a los 19) en las montañas de Sierra Morena, después de que su padre le vendiera a un pastor para que le ayudara a hacerse cargo del rebaño de cabras. Después de morir el pastor, Marcos se queda solo en compañía de los animales.
Basándose en aquel estudio, a su autor la historia le pareció sorprendente pero también creíble para adaptarla a la novela. Existen, en cualquier caso, no pocos precedentes en los que la fábula ha pretendido suplantar a la realidad en historias inverosímiles pero que han logrado anegar de fantasía el mundo insobornable de los más jóvenes.
Uno de los casos más conocidos es El libro de la selva, también conocido como El libro de las tierras vírgenes, publicado en 1894 por Rudyard Kipling. Esta serie de relatos cuenta cómo Mowgli es acogido por unos lobos como si fuera su propio hijo.
Más sorprendente incluso puede ser Tarzán, el personaje ficticio creado por Edagr Rice Burroughs, un niño que es educado por una manada de monos mangani, una especie no conocida por la ciencia. Tarzán vio la luz por primera vez en la revista All Story Magazine en octubre de 1912. Después, Bourroughs adaptó el personaje a la novela, a la que sucedieron 23 secuelas, y con el paso del tiempo han sido múltiples las adaptaciones al cómic, al cine y a la televisión.
Fue así como Janer Manilla se atrevió a escribir He jugado con lobos, la novela en la que se inspiró la película Entre lobos, dirigida por Gerardo Olivares. Desde luego, como suele ocurrir a veces, la literatura resultó ser más creíble que el cine.
El libro está escrito en primera persona, con un lenguaje desprovisto de todo exorno, casi sintético. Como si fuese la historia de vida en la que basó su tesis doctoral. En el Post scriptum, el autor advierte sobre la realidad de los hechos: “La respuesta es: no es tan importante lo que vivió, sino lo que creyó que vivía. Quizás, la imaginación lo salvó de la soledad. Mientras, jugaba con los lobos y se dejaba guiar por una culebra”. Fuera como fuese, lo cierto es que el libro, que se mueve entre una dureza extrema y una ternura sutil, me parece más creíble que la película.
Cuenta en la novela Marcos Rodríguez que le hubiera gustado haber nacido lobo y piensa que el hombre no nace lobo, pero que puede acabar convirtiéndose en uno de ellos. Se acostumbró a convivir y a comunicarse con los animales: “No era tan difícil como hacerlo con los hombres”.
Cuenta que el jabalí es el único animal que no tiene amigos y que por eso no puedes acercarte a él, y por eso nunca levanta la cabeza del suelo y nunca mira a las estrellas. Comía patatas porque veía que los cerdos comían patatas. Damián, el cabrero, le había aconsejado: “Si siempre haces lo mismo que los cerdos, no te equivocarás nunca”.
Marcos aullaba como los lobos, gañía como la zorra, hacía los mugidos de los ciervos. Aunque iba medio desnudo, nunca sintió frío. Y confiesa: “Yo sé que se aprende a tener frío. La vida es la escuela donde se aprende a tener frío. Pero allí, en medio del valle, aprendí a no sentirlo”.
Con el paso de los años, cada vez le resultaba más difícil pronunciar los vocablos y expresarse como un hombre. Se entendía mejor con las bestias. Despertaba antes que amaneciera para ver cómo, al llegar la luz, se abrían las flores a medida que el alba crecía. Inventaba palabras y música. Le gustaba cantar. Cantaba al estilo de las bestias, levantando un aullido en el bosque. Gritaba como si cantara una canción salvaje. No recuerda si alguna vez estuvo enfermo. Y pensaba que morir es cerrar los ojos. Se diferenciaba de los animales en que podía usar las manos y era consciente de que su inteligencia era más poderosa, excepto si se trataba del águila.
A veces andaba con los pies y las manos, descalzo, como los lobos o las cabras, pero no lograba hacerlo igual que ellos. Saltaba cercados, se encaramaba por las rocas y se subía a la última rama de los árboles. Llevaba el pelo hasta las rodillas y, sin embargo, se preguntaba por qué su cuerpo no se cubría también de pelo como los demás animales. Frecuentaba la cueva de los lobos y hablaba con el águila y se entendía con la culebra.
Durante todo ese tiempo, Marcos pensó por qué su padre lo había vendido a aquel hombre y cuánto dinero le pusieron en las manos. Y dice: “Mi padre no me vendió para hacerme daño. Solo porque era pobre. Porque era muy pobre, me vendió”.
Cuando la Guardia Civil lo encontró en el verano de 1956, había vivido trece años perdido en el bosque desde que su padre lo vendió. La gente creó la leyenda. Decían que era hijo de una loba y un pastor y que solo comía bellotas y raíces. Su indumentaria alimentó la fábula. Iba vestido con una piel y llevaba unas alpargatas que él mismo se había hecho con corcho y alambres.
No sabía andar con zapatos ni usar la cuchara y el tenedor. Comía con las manos. Cogía el plato y se lo llevaba a la boca. Le costaba dormir en una cama, porque estaba acostumbrado “a la dureza del suelo, al calor difícil de las piedras”. Le dijeron que las cosas que decimos se pueden escribir en un papel. Pero él prefería, antes que las palabras, imitar el canto de la perdiz o de la zumacaya, del mochuelo o del águila.
Cuando después de aquel tiempo perdido reconoció al padre, lo encontró más viejo, pero el carácter no le había cambiado. Y éste, cuando observó al hijo vestido con una piel medio destrozada, solo alcanzó a decir después de trece años: “¿Dónde está la chaqueta que llevabas? ¿Qué has hecho con la chaqueta? Te compré una chaqueta, ¿qué has hecho con ella?”.
Todos estos pequeños detalles que hacen creíble la historia, incluso verídica por momentos, se pierden en la película. Y es precisamente en esos imperceptibles e inequívocos pormenores en los que la fantasía no se detiene pero donde la realidad es pertinaz y la memoria es encubridora.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de diciembre de 2010.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO