A sus 34 años se dio cuenta de que la vida no había valido la pena, de que tenía pocos recuerdos para colgar en un marco, de que los hombres le habían rehuido sin entender bien las razones, porque se miraba en el espejo y adivinaba un cuerpo aún joven, algo entrado en carnes, pero todavía seductor en sus curvas.
Se miraba entonces los párpados algo caídos y las primeras raíces de unas arrugas que anunciaban una trayectoria acentuada todavía apenas imperceptible. Miraba sus ojos a través de sus ojos y descubría un rastro de tristeza persistente que le nublaba el encanto de la mirada. Supo ahora por qué aquel hombre no la había reconocido.
Cada tarde entraba a la cafetería a la misma hora, se sentaba a la misma mesa y comenzaba a hojear el mismo libro hasta que llegaba la mujer que esperaba. La recibía con un beso tierno, como si apretara entre los labios un pedazo de bizcocho. Ella se sentaba a su lado. Ella los veía reír, hablar con gestos resueltos, percibía cómo sus miradas se entrecruzaban más allá de la simple mirada y cómo sus manos se entrelazaban. Primero pedían un café y después una copa de trago largo: generalmente un gintonic.
A sus 34 años tenía un trabajo fijo, pero por las tardes echaba unas horas de camarera en esta cafetería. Por ahorrar algo, pero también por consumir las horas muertas sin nadie. Mejor que no lo hubiera hecho. Desde que lo vio por primera vez, ya no pudo conciliar el sueño.
El hombre había sido su profesor de Literatura en el instituto y desde el primer momento en que lo vio se enamoró de su voz, de sus lecciones, de su porte de hombre tranquilo y magnético. Le ocurrió a ella, pero también a prácticamente todas sus compañeras.
En las horas de recreo, ella recitaba a las amigas los versos que él les había recitado en clase y todas sucumbían a su manera entender y enseñar literatura. Cuando lo vio entrar en la cafetería la primera tarde, su primera sensación fue recitar en voz baja los versos de Juan Ramón Jiménez, y esa sensación nada más la devolvió a una juventud que siempre añoró.
Le pareció que el tiempo de golpe se había estacando en un momento que nunca había sucedido y que todo el futuro por venir no era nada más que un pasado que abominaba y que siempre quiso olvidar. Después ya en casa, como cada noche, se miró en el espejo y percibió sin fisuras el paso inexorable de los años. Lo supo sobre todo unas horas antes. Cuando ella se acercó a la mesa con ánimo de descubrirle su identidad inescrutable y él solamente acertó a saludar y a pedir un gintonic.
No le defraudó que no la reconociera en un primer momento, sino el hecho permanente e injustificado de que tantas tardes después no percibiera en él un atisbo de atracción. Las tardes se le hicieron indigestas y la vida se le atascó en la garganta como una espina de pescado que no la dejaba respirar.
Después del trabajo en la cafetería se iba a un cibercafé cercano y buscaba en Google alguna fórmula efectiva para paliar su desgracia. Escribía en búsquedas: "Cómo cometer un asesinato", "veneno instantáneo indetectable", "niveles de insulina tóxicos", "consejos para suicidarse", "cómo comprar un arma ilegal", "cómo matar a un cabrón", etcétera.
Un día cualquiera acertó con el bálsamo de la venganza. Siempre en pequeñas porciones se lo diluía en el café de cada tarde y día a día iba percibiendo en su rostro los rasgos de aquella sustancia indetectable que iba erosionando su vida con pasos certeros.
Después de una semana venía ya de manera intermitente y en su mirada ida escrutaba las horas de vida que lo arrastraban irremisiblemente al final. Una tarde el hombre dejó de venir a la cafetería y la sorpresa esperada le llenó los pulmones de un aire espeso que no deseó.
Esa misma tarde se despidió del trabajo, sintió el vacío de la vida al borde del abismo y supo mirándose al espejo que la juventud se había marchitado en ese mismo instante, aunque en realidad huyó sin ella saberlo muchos años atrás. Se preparó un café con otro sedante: hidrato de cloro. Y bebió sin gustarle un café tras otro, hasta que la vida se le fue de las manos.
Unos días después el hombre, ya con mejor semblante, volvió a ir al café cada tarde, se reunía con la misma mujer de antes y la nueva camarera que les atendía ahora veía en ellos una felicidad tan honda que descubrió en ellos la profunda razón que nos empuja a vivir a casi todos.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 24 de enero de 2011.
Se miraba entonces los párpados algo caídos y las primeras raíces de unas arrugas que anunciaban una trayectoria acentuada todavía apenas imperceptible. Miraba sus ojos a través de sus ojos y descubría un rastro de tristeza persistente que le nublaba el encanto de la mirada. Supo ahora por qué aquel hombre no la había reconocido.
Cada tarde entraba a la cafetería a la misma hora, se sentaba a la misma mesa y comenzaba a hojear el mismo libro hasta que llegaba la mujer que esperaba. La recibía con un beso tierno, como si apretara entre los labios un pedazo de bizcocho. Ella se sentaba a su lado. Ella los veía reír, hablar con gestos resueltos, percibía cómo sus miradas se entrecruzaban más allá de la simple mirada y cómo sus manos se entrelazaban. Primero pedían un café y después una copa de trago largo: generalmente un gintonic.
A sus 34 años tenía un trabajo fijo, pero por las tardes echaba unas horas de camarera en esta cafetería. Por ahorrar algo, pero también por consumir las horas muertas sin nadie. Mejor que no lo hubiera hecho. Desde que lo vio por primera vez, ya no pudo conciliar el sueño.
El hombre había sido su profesor de Literatura en el instituto y desde el primer momento en que lo vio se enamoró de su voz, de sus lecciones, de su porte de hombre tranquilo y magnético. Le ocurrió a ella, pero también a prácticamente todas sus compañeras.
En las horas de recreo, ella recitaba a las amigas los versos que él les había recitado en clase y todas sucumbían a su manera entender y enseñar literatura. Cuando lo vio entrar en la cafetería la primera tarde, su primera sensación fue recitar en voz baja los versos de Juan Ramón Jiménez, y esa sensación nada más la devolvió a una juventud que siempre añoró.
Le pareció que el tiempo de golpe se había estacando en un momento que nunca había sucedido y que todo el futuro por venir no era nada más que un pasado que abominaba y que siempre quiso olvidar. Después ya en casa, como cada noche, se miró en el espejo y percibió sin fisuras el paso inexorable de los años. Lo supo sobre todo unas horas antes. Cuando ella se acercó a la mesa con ánimo de descubrirle su identidad inescrutable y él solamente acertó a saludar y a pedir un gintonic.
No le defraudó que no la reconociera en un primer momento, sino el hecho permanente e injustificado de que tantas tardes después no percibiera en él un atisbo de atracción. Las tardes se le hicieron indigestas y la vida se le atascó en la garganta como una espina de pescado que no la dejaba respirar.
Después del trabajo en la cafetería se iba a un cibercafé cercano y buscaba en Google alguna fórmula efectiva para paliar su desgracia. Escribía en búsquedas: "Cómo cometer un asesinato", "veneno instantáneo indetectable", "niveles de insulina tóxicos", "consejos para suicidarse", "cómo comprar un arma ilegal", "cómo matar a un cabrón", etcétera.
Un día cualquiera acertó con el bálsamo de la venganza. Siempre en pequeñas porciones se lo diluía en el café de cada tarde y día a día iba percibiendo en su rostro los rasgos de aquella sustancia indetectable que iba erosionando su vida con pasos certeros.
Después de una semana venía ya de manera intermitente y en su mirada ida escrutaba las horas de vida que lo arrastraban irremisiblemente al final. Una tarde el hombre dejó de venir a la cafetería y la sorpresa esperada le llenó los pulmones de un aire espeso que no deseó.
Esa misma tarde se despidió del trabajo, sintió el vacío de la vida al borde del abismo y supo mirándose al espejo que la juventud se había marchitado en ese mismo instante, aunque en realidad huyó sin ella saberlo muchos años atrás. Se preparó un café con otro sedante: hidrato de cloro. Y bebió sin gustarle un café tras otro, hasta que la vida se le fue de las manos.
Unos días después el hombre, ya con mejor semblante, volvió a ir al café cada tarde, se reunía con la misma mujer de antes y la nueva camarera que les atendía ahora veía en ellos una felicidad tan honda que descubrió en ellos la profunda razón que nos empuja a vivir a casi todos.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 24 de enero de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO