El Congreso volverá a ofrecer estas semanas un espectáculo lleno de emoción, identidad e ideología sobre el proxenetismo y el trabajo sexual. O quizá se silencie. A saber con el Kennedy español… En cualquier caso, malas noticias para los sensatos: el que quiera un debate, que se vea el Sálvame.
Es llamativo que uno de los muchos pecados originales con los que nació el Gobierno sanchista fue el relacionado con el trabajo sexual. En 2018, Magdalena Valerio admitió que le “habían metido un gol” al legalizar el primer sindicato de trabajadoras sexuales –llámese la atención sobre el género usado–. Tomándolo con humor, podemos decir que este desliz fue revertido por el sanchismo con su habitual tendencia al debate público y a la reflexión. Punto para las posiciones abolicionistas.
Tras varias acciones, ahora toca combatir el proxenetismo. Suena bien, ¿no? El proxenetismo no es muy del agrado de nadie. Ahora bien, frente a las medidas punitivas e inútiles que se proponen, ¿no sería más fácil regular todo el sector del trabajo sexual y atacar lo que se encontrase al margen de la ley?
A pesar de tanto esfuerzo por parte de la ‘ministre’ Montero y por otros ilustrados por civilizar a las ‘persones’ de su jurisdicción, nos encontramos con un panorama sorprendente. Sigue habiendo industria pornográfica –si se puede hablar de industria como tal en el ‘Estado español’–, putas, chaperos y, mira tú por donde, una cantidad importante de personas que viven de trabajos vinculados con el sexo y, por ende, una buena cantidad de consumidores.
De hecho, es curioso que se legisle por el bien de unas personas a las que no se les hace ni puñetero caso. Es más, los movimientos favorables a la regulación son estigmatizados con el beneplácito de la propaganda institucional. Entre estas voces heréticas, Amarna Miller es una de las pocas que ha podido ofrecer su postura con cierta libertad. A mi entender, su obra Vírgenes, esposas, amantes y putas es de las pocas cosas sensatas que he leído sobre feminismo en los últimos tiempos –y eso dice mucho de lo que se cuece por ahí–.
Siempre he defendido en este espacio que el abolicionismo es una ideología más cercana al madrileño barrio de Salamanca que a los barrios obreros. Y, quizá, esa sea una clave del debate. Abordar el trabajo sexual desde las ideologías de género es tan insensato como abordar el aborto desde el pensamiento religioso católico. No hay debate ni grises. Echo en falta una perspectiva de clase a la hora de abordar la cuestión. Ahora que estamos logrando dejar las sotanas de lado, nos topamos con los ideólogos de salón.
Del mismo modo que el alcohol y el juego van a estar siempre presentes en nuestra sociedad, siempre habrá personas que paguen por sexo, que consuman imágenes pornográficas, que deseen probar ciertas experiencias. Y, por tanto, personas dispuestas a vivir de ello. Sabiéndolo, resulta hipócrita combatir o dejar al margen lo que sabes que siempre va a estar presente.
En cambio, regular el trabajo sexual ofrece una libertad vigilada que protege al que ejerce estos oficios y facilita la lucha contra las organizaciones criminales que imponen prácticas no consentidas. Otro debate es el cómo, ya que hay diferentes ejemplos.
Por desgracia, lo que menos importa son los que ejercen, ¿no? Son víctimas y, por tanto, no saben lo que hacen. Nada que no se arregle con unas cuantas campañas de concienciación financiadas con dinero público. Palabrita de ‘ministre’.
Haereticus dixit
Es llamativo que uno de los muchos pecados originales con los que nació el Gobierno sanchista fue el relacionado con el trabajo sexual. En 2018, Magdalena Valerio admitió que le “habían metido un gol” al legalizar el primer sindicato de trabajadoras sexuales –llámese la atención sobre el género usado–. Tomándolo con humor, podemos decir que este desliz fue revertido por el sanchismo con su habitual tendencia al debate público y a la reflexión. Punto para las posiciones abolicionistas.
Tras varias acciones, ahora toca combatir el proxenetismo. Suena bien, ¿no? El proxenetismo no es muy del agrado de nadie. Ahora bien, frente a las medidas punitivas e inútiles que se proponen, ¿no sería más fácil regular todo el sector del trabajo sexual y atacar lo que se encontrase al margen de la ley?
A pesar de tanto esfuerzo por parte de la ‘ministre’ Montero y por otros ilustrados por civilizar a las ‘persones’ de su jurisdicción, nos encontramos con un panorama sorprendente. Sigue habiendo industria pornográfica –si se puede hablar de industria como tal en el ‘Estado español’–, putas, chaperos y, mira tú por donde, una cantidad importante de personas que viven de trabajos vinculados con el sexo y, por ende, una buena cantidad de consumidores.
De hecho, es curioso que se legisle por el bien de unas personas a las que no se les hace ni puñetero caso. Es más, los movimientos favorables a la regulación son estigmatizados con el beneplácito de la propaganda institucional. Entre estas voces heréticas, Amarna Miller es una de las pocas que ha podido ofrecer su postura con cierta libertad. A mi entender, su obra Vírgenes, esposas, amantes y putas es de las pocas cosas sensatas que he leído sobre feminismo en los últimos tiempos –y eso dice mucho de lo que se cuece por ahí–.
Siempre he defendido en este espacio que el abolicionismo es una ideología más cercana al madrileño barrio de Salamanca que a los barrios obreros. Y, quizá, esa sea una clave del debate. Abordar el trabajo sexual desde las ideologías de género es tan insensato como abordar el aborto desde el pensamiento religioso católico. No hay debate ni grises. Echo en falta una perspectiva de clase a la hora de abordar la cuestión. Ahora que estamos logrando dejar las sotanas de lado, nos topamos con los ideólogos de salón.
Del mismo modo que el alcohol y el juego van a estar siempre presentes en nuestra sociedad, siempre habrá personas que paguen por sexo, que consuman imágenes pornográficas, que deseen probar ciertas experiencias. Y, por tanto, personas dispuestas a vivir de ello. Sabiéndolo, resulta hipócrita combatir o dejar al margen lo que sabes que siempre va a estar presente.
En cambio, regular el trabajo sexual ofrece una libertad vigilada que protege al que ejerce estos oficios y facilita la lucha contra las organizaciones criminales que imponen prácticas no consentidas. Otro debate es el cómo, ya que hay diferentes ejemplos.
Por desgracia, lo que menos importa son los que ejercen, ¿no? Son víctimas y, por tanto, no saben lo que hacen. Nada que no se arregle con unas cuantas campañas de concienciación financiadas con dinero público. Palabrita de ‘ministre’.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO