El tiempo no ayudó a que pudiera olvidarla. También es verdad que no hizo demasiados esfuerzos por conseguirlo. Era consciente de que los amores enconados eran los más difíciles de resolver. Se quedan metidos en el estómago o en el hígado, o en el corazón, como un tumor que invade cada célula del cuerpo y del pensamiento.
Al principio, como cualquiera hubiera hecho, no prestó demasiada importancia. “Mancha de mora con mora se quita”, se decía cada noche después de haber clausurado con éxito otra nueva aventura. Sin embargo, no era así. Aquella mujer se le había atravesado en la vida como un obstáculo insalvable. Un obstáculo que le impedía el acceso libre a cualquier carretera secundaria.
Como el paso del tiempo no favorecía un olvido apacible, pensó que el mejor antídoto contra esa enfermedad serían unos vasos de whisky a partir de las seis de la tarde, esa hora en que el ritmo del trabajo aminora y las tardes grises y lluviosas de invierno se prestan de maravilla para absorber las soledades más sospechosas.
Pero no hay ungüento posible para una mirada extraviada que se cure con cualquier mirada. En ocasiones, la única vacuna posible es una mirada única y diferente. Él sabe que se trata de esa mujer, la que lo atenaza en cada esquina de la vida, apenas se quita la chaqueta y se desabrocha el botón del cuello de la camisa y se afloja el nudo de la corbata, se le viene un solo rostro a la memoria, como si ese rostro hubiese estado esperando todo el día para hacerse visible en el primer descuido, en la oportunidad menos buscada, en el deseo constante de que así sea.
Ni el tiempo, ni el alcohol, ni otras mujeres lograban rebajar unos grados la temperatura de su desaliento. Su rostro comenzó a teñirse de una melancolía indescifrable que ni él mismo lograba ocultar con gafas oscuras y una sonrisa cómplice de amante atrincherado.
Buscaba con unos gestos medidos un aire desinteresado que no lograba convencer del todo a sus seres más cercanos. Vestía con un desenfado que no le era propio y sonreía con unas ocurrencias a las ocurrencias de los demás que los demás no lograban entender en su totalidad.
Poco a poco no fue cambiando solo su carácter y su aspecto exterior, sino también su actitud desolada frente al futuro. Adoptó un aspecto encorvado de criatura deshecha que anticipaba las secuelas de un cataclismo, bebía sin desmayo en la barra de cualquier bar a esa hora en que el día se pierde en una hora indefinida y a partir de ahí completaba la jornada con obligaciones vulgares que le hacían olvidar un perfume que le asfixiaba.
Un día vino ella a buscarle. Fue a esa hora y en ese mismo bar. No sabemos si lo buscó o casualmente ella cruzaba por el lugar y adivinó su perfil maltrecho al otro lado de los cristales del local. Estaba sentado como siempre a la barra, apagando un cigarro que olvidó en el cenicero y apurando los últimos sorbos de un whisky en el que el hielo se había derretido bastante tiempo atrás.
La miró con la certidumbre de que se trataba de una aparición. Pero también esto era bastante improbable. Lo besó despacio y sin palabras, como él siempre soñó que podía haber ocurrido. Pagó todos sus whiskies y se lo llevó de la mano a pasear por una noche prematura que anunciaba un final feliz. “Hoy no digas nada”, le dijo ella. “Mañana me contarás”, le dijo con la mirada fija mientras lo besaba de nuevo.
A la mañana siguiente, cuando despertó, las sábanas todavía olían a ella, y la habitación y el cuarto de baño estaban impregnados del olor de la misma mujer, pero ella no estaba, así que no le pudo decir cuánto le había gustado haber repetido con ella una noche como aquella.
Más tarde la llamó, pero nunca contestó. Había pedido un traslado en el trabajo y se lo habían concedido. Ella no quiso despedirse de cualquier manera, ni quería marcharse para siempre sin decirle cuánto lo quería y tampoco quiso decirle que era una mujer casada y enamorada de otro hombre que no era él. No le dejó ninguna nota manuscrita ni el menor rastro posible para que pudiera entender que algunos encuentros son tan fugaces y eternos como el último sorbo de un whisky que nunca más probaría.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 25 de abril de 2011.
Al principio, como cualquiera hubiera hecho, no prestó demasiada importancia. “Mancha de mora con mora se quita”, se decía cada noche después de haber clausurado con éxito otra nueva aventura. Sin embargo, no era así. Aquella mujer se le había atravesado en la vida como un obstáculo insalvable. Un obstáculo que le impedía el acceso libre a cualquier carretera secundaria.
Como el paso del tiempo no favorecía un olvido apacible, pensó que el mejor antídoto contra esa enfermedad serían unos vasos de whisky a partir de las seis de la tarde, esa hora en que el ritmo del trabajo aminora y las tardes grises y lluviosas de invierno se prestan de maravilla para absorber las soledades más sospechosas.
Pero no hay ungüento posible para una mirada extraviada que se cure con cualquier mirada. En ocasiones, la única vacuna posible es una mirada única y diferente. Él sabe que se trata de esa mujer, la que lo atenaza en cada esquina de la vida, apenas se quita la chaqueta y se desabrocha el botón del cuello de la camisa y se afloja el nudo de la corbata, se le viene un solo rostro a la memoria, como si ese rostro hubiese estado esperando todo el día para hacerse visible en el primer descuido, en la oportunidad menos buscada, en el deseo constante de que así sea.
Ni el tiempo, ni el alcohol, ni otras mujeres lograban rebajar unos grados la temperatura de su desaliento. Su rostro comenzó a teñirse de una melancolía indescifrable que ni él mismo lograba ocultar con gafas oscuras y una sonrisa cómplice de amante atrincherado.
Buscaba con unos gestos medidos un aire desinteresado que no lograba convencer del todo a sus seres más cercanos. Vestía con un desenfado que no le era propio y sonreía con unas ocurrencias a las ocurrencias de los demás que los demás no lograban entender en su totalidad.
Poco a poco no fue cambiando solo su carácter y su aspecto exterior, sino también su actitud desolada frente al futuro. Adoptó un aspecto encorvado de criatura deshecha que anticipaba las secuelas de un cataclismo, bebía sin desmayo en la barra de cualquier bar a esa hora en que el día se pierde en una hora indefinida y a partir de ahí completaba la jornada con obligaciones vulgares que le hacían olvidar un perfume que le asfixiaba.
Un día vino ella a buscarle. Fue a esa hora y en ese mismo bar. No sabemos si lo buscó o casualmente ella cruzaba por el lugar y adivinó su perfil maltrecho al otro lado de los cristales del local. Estaba sentado como siempre a la barra, apagando un cigarro que olvidó en el cenicero y apurando los últimos sorbos de un whisky en el que el hielo se había derretido bastante tiempo atrás.
La miró con la certidumbre de que se trataba de una aparición. Pero también esto era bastante improbable. Lo besó despacio y sin palabras, como él siempre soñó que podía haber ocurrido. Pagó todos sus whiskies y se lo llevó de la mano a pasear por una noche prematura que anunciaba un final feliz. “Hoy no digas nada”, le dijo ella. “Mañana me contarás”, le dijo con la mirada fija mientras lo besaba de nuevo.
A la mañana siguiente, cuando despertó, las sábanas todavía olían a ella, y la habitación y el cuarto de baño estaban impregnados del olor de la misma mujer, pero ella no estaba, así que no le pudo decir cuánto le había gustado haber repetido con ella una noche como aquella.
Más tarde la llamó, pero nunca contestó. Había pedido un traslado en el trabajo y se lo habían concedido. Ella no quiso despedirse de cualquier manera, ni quería marcharse para siempre sin decirle cuánto lo quería y tampoco quiso decirle que era una mujer casada y enamorada de otro hombre que no era él. No le dejó ninguna nota manuscrita ni el menor rastro posible para que pudiera entender que algunos encuentros son tan fugaces y eternos como el último sorbo de un whisky que nunca más probaría.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 25 de abril de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO