Siempre me quedo escuchando tu nombre cuando los campos pierden la luz del día y la noche lo impregna todo de una oscuridad necesaria y reconfortante. Miro el cielo estrellado cuando el sol se pone en lontananza y ya ha perdido el fulgor con el que arranca cada mañana.
A veces, me quedo esperando que tus ojos alumbren el camino que anduviste sola cuando me dijiste adiós sin paliativos. A mí también me gustan las despedidas breves, los actos sin justificaciones y los convencimientos sólidos como árboles arraigados a la tierra.
Sé que necesitabas abrir tu vida al mundo, dejar la casa vacía de sombras, entender que nadie es necesario para sobrevivir a los reveses de la vida. Sé que serás feliz, porque nunca más llamaste para desearme un feliz cumpleaños, para decirme que te gustó el último libro que leíste o que siempre bebes el mismo vino de nuestros encuentros cuando la nostalgia te sabotea el cuerpo de intenciones imposibles.
Yo no he cambiado de costumbres, porque uno se aclimata a mirar el río cuando llueve, a protegerse de los huracanes que nadie se atreve a anunciar, a derrochar horas sin sentido en las fiestas que no frecuento.
La soledad se ha adherido a mi piel como un gato fiel que no me abandona, y en esas horas en que tus ojos me persiguen por calles siniestras, yo acelero el paso para no perderme en lupanares de lujo o en conferencias donde cualquier entendido desentraña la magia del futuro como antes los brujos adivinaban el porvenir abriendo corderos en canal o decapitando enemigos o comiendo el corazón vivo de doncellas adolescentes.
Yo no quiero mapas que me confundan, ni guías turísticas que me entretengan, ni festivales que me diviertan o mesías que perdonen todas mis culpas o santones que inventen pecados que no tengo, ni ambiciones que no están hechas para mí, ni mujeres que pretenden esposarme sin amor.
Me he acostumbrando a recordar tu nombre de barco encallado en alta mar cuando la marea brama por romper los recuerdos que ya estaban rotos. Aquí sentado, observo que el mundo cabe en este paisaje que abarca la mirada de un hombre cansado que soy yo y que ya no tiene prisa por subirse al autobús que tiene programada su llegada cada media hora.
Aquí, en este paraje que es mi casa ahora, vivo un presente sin aditivos y sin sorpresas, solo pendiente de no alterar el silencio cuando el silencio se pone, o de no prolongar la noche cuando la noche claudica ante la impertinencia de los sueños más voraces.
No te he escrito durante todo este tiempo porque entiendo que no hay que llamar a ninguna puerta para que la puerta se abra, que no es necesario pedir perdón si en el ánimo no había ofensa cursada, porque si algún día vuelves será porque este paisaje también es tuyo y el mundo es inabarcable en una sola vida y a veces necesitamos detener nuestros pasos, sentarnos a la vera del camino, recostarnos a la sombra de un árbol milenario y pensar cuánto trecho hemos dejado atrás, si hay posibilidad de desandar lo andado, de resucitar lo vivido, porque a veces, aunque muy a poco, la vida confunde las direcciones, agota las zonas de recreo, invalida los viajes de ida y vuelta, y nos deja en lo más hondo una sensación de incertidumbre que nos aturde y se detiene en seco como un caballo desbocado.
Yo miro tus ojos consciente de que ya no serán los mismos, veo a través de ellos los acantilados que tú imaginas, los cielos a los que nunca subiste por miedo a que el vértigo desbaratara el encanto de la imprudencia.
Nada te reprocho. Miro ahora los ojos que tengo frente a mí que en nada se parecen a los tuyos, y sé que soy feliz porque me miran con la indolencia que necesito, y es ahí donde hallo la serenidad que me aleja del dolor y la felicidad que me empuja cada día a poder vivir sin tu ternura de mujer desvariada.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 21 de marzo de 2011.
A veces, me quedo esperando que tus ojos alumbren el camino que anduviste sola cuando me dijiste adiós sin paliativos. A mí también me gustan las despedidas breves, los actos sin justificaciones y los convencimientos sólidos como árboles arraigados a la tierra.
Sé que necesitabas abrir tu vida al mundo, dejar la casa vacía de sombras, entender que nadie es necesario para sobrevivir a los reveses de la vida. Sé que serás feliz, porque nunca más llamaste para desearme un feliz cumpleaños, para decirme que te gustó el último libro que leíste o que siempre bebes el mismo vino de nuestros encuentros cuando la nostalgia te sabotea el cuerpo de intenciones imposibles.
Yo no he cambiado de costumbres, porque uno se aclimata a mirar el río cuando llueve, a protegerse de los huracanes que nadie se atreve a anunciar, a derrochar horas sin sentido en las fiestas que no frecuento.
La soledad se ha adherido a mi piel como un gato fiel que no me abandona, y en esas horas en que tus ojos me persiguen por calles siniestras, yo acelero el paso para no perderme en lupanares de lujo o en conferencias donde cualquier entendido desentraña la magia del futuro como antes los brujos adivinaban el porvenir abriendo corderos en canal o decapitando enemigos o comiendo el corazón vivo de doncellas adolescentes.
Yo no quiero mapas que me confundan, ni guías turísticas que me entretengan, ni festivales que me diviertan o mesías que perdonen todas mis culpas o santones que inventen pecados que no tengo, ni ambiciones que no están hechas para mí, ni mujeres que pretenden esposarme sin amor.
Me he acostumbrando a recordar tu nombre de barco encallado en alta mar cuando la marea brama por romper los recuerdos que ya estaban rotos. Aquí sentado, observo que el mundo cabe en este paisaje que abarca la mirada de un hombre cansado que soy yo y que ya no tiene prisa por subirse al autobús que tiene programada su llegada cada media hora.
Aquí, en este paraje que es mi casa ahora, vivo un presente sin aditivos y sin sorpresas, solo pendiente de no alterar el silencio cuando el silencio se pone, o de no prolongar la noche cuando la noche claudica ante la impertinencia de los sueños más voraces.
No te he escrito durante todo este tiempo porque entiendo que no hay que llamar a ninguna puerta para que la puerta se abra, que no es necesario pedir perdón si en el ánimo no había ofensa cursada, porque si algún día vuelves será porque este paisaje también es tuyo y el mundo es inabarcable en una sola vida y a veces necesitamos detener nuestros pasos, sentarnos a la vera del camino, recostarnos a la sombra de un árbol milenario y pensar cuánto trecho hemos dejado atrás, si hay posibilidad de desandar lo andado, de resucitar lo vivido, porque a veces, aunque muy a poco, la vida confunde las direcciones, agota las zonas de recreo, invalida los viajes de ida y vuelta, y nos deja en lo más hondo una sensación de incertidumbre que nos aturde y se detiene en seco como un caballo desbocado.
Yo miro tus ojos consciente de que ya no serán los mismos, veo a través de ellos los acantilados que tú imaginas, los cielos a los que nunca subiste por miedo a que el vértigo desbaratara el encanto de la imprudencia.
Nada te reprocho. Miro ahora los ojos que tengo frente a mí que en nada se parecen a los tuyos, y sé que soy feliz porque me miran con la indolencia que necesito, y es ahí donde hallo la serenidad que me aleja del dolor y la felicidad que me empuja cada día a poder vivir sin tu ternura de mujer desvariada.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 21 de marzo de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO