Tomamos 35.000 decisiones al día. Dos mil cada hora sin las ocho horas de sueño. El cerebro, para hacernos más eficientes, para no volvernos locos, para no pararnos cada dos segundos, ha automatizado el 99,74 por ciento. Esto reduce las decisiones que tomamos de forma consciente a unas cien diarias: unas cinco cada hora.
Estas últimas son las que nos presentan los retos importantes, las que nos exigen atención por novedosas, complicadas, emocionantes, porque nos parecen trascendentes para el resto de nuestra vida y la de los que nos rodean.
Cada vez que tomamos una de estas decisiones es un pequeño salto al vacío porque, por mucho que medites, que te organices, que analices los pros y los contras, el futuro es impredecible, lo blanco se convierte en negro de la noche a la mañana. Por eso nos da miedo tomarlas; por eso hay gente que confía que el tiempo las resuelva, que sean otros los que decidan por nosotros, que ignorándolas desaparecerán. Y eso no trae nada bueno.
La vida es una katiuska de decisiones, unas dentro de otras, todas enlazadas, entremezcladas, incluso con las que no nos pertenecen, las que deben tomar otros. Esto nos pesa, nos acobarda, nos chantajea, nos limita, nos desgasta, nos coloca frente al abismo. Por eso intentamos evitarlas: para no perdernos en el laberinto, para no encontramos ante una puerta que no se abre. Y, para conseguirlo, creamos nuestras rutinas, hábitos, costumbres, normas sociales o gustos personales, intentando ayudar a nuestro cerebro en la toma de decisiones inconscientes.
Y debemos tener mucho cuidado, porque ante nuestro miedo a tomar decisiones, hay otros que se ofrecen a facilitarnos el trabajo. Lo llevan haciendo desde hace miles de años a través de la educación, de la cultura, de la religión, de la política y, ahora, con la tecnología, con las redes sociales y la inteligencia artificial están multiplicando su alcance.
Como no somos precavidos, ni ponemos cortafuegos que nos protejan, están decidiendo por nosotros quiénes nos convienen para casarnos, el trabajo en el que ganaremos más dinero, los alimentos que debemos comer o cómo nos divertiremos mejor.
Nuestro cerebro, moldeable, influenciable y flexible, se deja querer, está abierto a nuevas emociones, sentimientos, conocimientos, estímulos. Esto es muy bueno para nuestra satisfacción inmediata, pero muy peligroso a largo plazo, porque nos convierte en marionetas, en clones, en números estadísticos, en vasallos, en clientes, en serviles, en borregos.
Los Big Data son los hombres grises de Momo, sin rostro, vestidos igual, con traje gris y bombín, que se fuman y almacenan nuestro tiempo, que nos roban los sentimientos, que nos hacen olvidar la comunidad, la familia, al amigo, al vecino.
Y si me acuerdo de la pequeña niña que acabó con el Banco del Tempo robado, guiada por la tortuga Casiopea , que anunciaba el futuro con media hora de antelación , y el maestro Hora, es porque hace unos días, un gran número de jóvenes del mundo, convocados por Fridays for Future, han salido a las calles de más de 600 ciudades para denunciar una “crisis múltiple, energética, climática y social”, ante la que exigían tomar decisiones sin precedentes porque los problemas a los que nos enfrentamos nunca han sido conocidos.
Exigen lo que llevan exigiendo desde hace años, no influidos por las consecuencias de la guerra en la que estamos inmersos, y que no es otra cosa que un cambio de modelo energético, que apueste por nuevas formas de energía, se descentralice su creación y se acabe con el monopolio de determinadas empresas y países.
Si la ciudadanía escuchase a los jóvenes, sin los prejuicios ante el movimiento ecologista, sin la manipulación del poder económico, se darían cuenta de que nos están defendiendo a todos, que están pensando en un futuro mejor, donde no estemos en manos de terceros que nos amenazan con la oscuridad y el frío.
Es el momento de las decisiones conscientes, de las valientes, de las razonadas, de las que pueden provocar desasosiego, dolor, angustia, miedo, pero que nos pueden llevar a un mundo más justo e igualitario.
En estos últimos años hemos aprendido que nada es inamovible, que todo lo que nos decían que no se podía hacer se puede hacer, pero no podemos dejar que los cambios, las decisiones, las tomen los mismos, con iguales criterios economicistas de siempre, porque nos llevarán a un mundo diferente, pero gobernado, tiranizado, por los mismos, los que viven fumándose tu tiempo, tu esfuerzo, tu trabajo.
Confío en que el espíritu de Momo, los cánticos y las exigencias de los jóvenes nos devuelvan los colores de las flores horarias, la capacidad de tomar nuestras propias decisiones y el clima que nos están robando.
Estas últimas son las que nos presentan los retos importantes, las que nos exigen atención por novedosas, complicadas, emocionantes, porque nos parecen trascendentes para el resto de nuestra vida y la de los que nos rodean.
Cada vez que tomamos una de estas decisiones es un pequeño salto al vacío porque, por mucho que medites, que te organices, que analices los pros y los contras, el futuro es impredecible, lo blanco se convierte en negro de la noche a la mañana. Por eso nos da miedo tomarlas; por eso hay gente que confía que el tiempo las resuelva, que sean otros los que decidan por nosotros, que ignorándolas desaparecerán. Y eso no trae nada bueno.
La vida es una katiuska de decisiones, unas dentro de otras, todas enlazadas, entremezcladas, incluso con las que no nos pertenecen, las que deben tomar otros. Esto nos pesa, nos acobarda, nos chantajea, nos limita, nos desgasta, nos coloca frente al abismo. Por eso intentamos evitarlas: para no perdernos en el laberinto, para no encontramos ante una puerta que no se abre. Y, para conseguirlo, creamos nuestras rutinas, hábitos, costumbres, normas sociales o gustos personales, intentando ayudar a nuestro cerebro en la toma de decisiones inconscientes.
Y debemos tener mucho cuidado, porque ante nuestro miedo a tomar decisiones, hay otros que se ofrecen a facilitarnos el trabajo. Lo llevan haciendo desde hace miles de años a través de la educación, de la cultura, de la religión, de la política y, ahora, con la tecnología, con las redes sociales y la inteligencia artificial están multiplicando su alcance.
Como no somos precavidos, ni ponemos cortafuegos que nos protejan, están decidiendo por nosotros quiénes nos convienen para casarnos, el trabajo en el que ganaremos más dinero, los alimentos que debemos comer o cómo nos divertiremos mejor.
Nuestro cerebro, moldeable, influenciable y flexible, se deja querer, está abierto a nuevas emociones, sentimientos, conocimientos, estímulos. Esto es muy bueno para nuestra satisfacción inmediata, pero muy peligroso a largo plazo, porque nos convierte en marionetas, en clones, en números estadísticos, en vasallos, en clientes, en serviles, en borregos.
Los Big Data son los hombres grises de Momo, sin rostro, vestidos igual, con traje gris y bombín, que se fuman y almacenan nuestro tiempo, que nos roban los sentimientos, que nos hacen olvidar la comunidad, la familia, al amigo, al vecino.
Y si me acuerdo de la pequeña niña que acabó con el Banco del Tempo robado, guiada por la tortuga Casiopea , que anunciaba el futuro con media hora de antelación , y el maestro Hora, es porque hace unos días, un gran número de jóvenes del mundo, convocados por Fridays for Future, han salido a las calles de más de 600 ciudades para denunciar una “crisis múltiple, energética, climática y social”, ante la que exigían tomar decisiones sin precedentes porque los problemas a los que nos enfrentamos nunca han sido conocidos.
Exigen lo que llevan exigiendo desde hace años, no influidos por las consecuencias de la guerra en la que estamos inmersos, y que no es otra cosa que un cambio de modelo energético, que apueste por nuevas formas de energía, se descentralice su creación y se acabe con el monopolio de determinadas empresas y países.
Si la ciudadanía escuchase a los jóvenes, sin los prejuicios ante el movimiento ecologista, sin la manipulación del poder económico, se darían cuenta de que nos están defendiendo a todos, que están pensando en un futuro mejor, donde no estemos en manos de terceros que nos amenazan con la oscuridad y el frío.
Es el momento de las decisiones conscientes, de las valientes, de las razonadas, de las que pueden provocar desasosiego, dolor, angustia, miedo, pero que nos pueden llevar a un mundo más justo e igualitario.
En estos últimos años hemos aprendido que nada es inamovible, que todo lo que nos decían que no se podía hacer se puede hacer, pero no podemos dejar que los cambios, las decisiones, las tomen los mismos, con iguales criterios economicistas de siempre, porque nos llevarán a un mundo diferente, pero gobernado, tiranizado, por los mismos, los que viven fumándose tu tiempo, tu esfuerzo, tu trabajo.
Confío en que el espíritu de Momo, los cánticos y las exigencias de los jóvenes nos devuelvan los colores de las flores horarias, la capacidad de tomar nuestras propias decisiones y el clima que nos están robando.
MOI PALMERO