Un buen día, hace ya tanto tiempo, le dije a mi padre que quería ser periodista y que para adquirir dicha formación me tendría que ir a Madrid. Mi padre se sorprendió, porque ignoraba que para ser periodista tuviera uno que estudiar nada. Mi madre fue más práctica, y me recordó que los poetas siempre se han muerto de hambre, igual que los periodistas. No hubo más debate, y ambos aceptaron de buen grado que mi vocación no escondía brecha alguna. Así que pocos meses después mi padre me alargó a Madrid en su Seat 124 blanco para alardear de algo que siempre llevó con orgullo: que sus hijos hubieran podido estudiar.
Cuando estalló la guerra, había cumplido 11 años y este verano, cuando alcanzó los 86 y la vida se le iba por los bolsillos de su cuerpo extenuado como una lluvia sinuosa de otoño, solo recordaba el ruido de los tiros en el cementerio de una guerra que le atrapó tan joven para robarle por siempre la juventud.
Nunca quiso hablar de aquel conflicto, porque el miedo se incrusta en los huesos y no hay escáner que adivine sus intenciones camufladas, pero allí tendido en una cama de hospital recordaba el fragor de la batalla y recordaba a la pareja de la Guardia Civil preguntar a una mujer en la puerta de su casa por su marido y después por sus dos hijos, y los recordaba marchar en dirección al cuartel para no volver nunca más. Y él asociaba a los dos chavales salir con el padre escoltados por la Guardia Civil con los tiros del cementerio que de vez en cuando rompían el silencio intacto de la noche.
En sus últimas semanas derrochó una ternura incontenible y una ironía propia de una inteligencia que se extingue y lo da ya todo. Con su carácter férreo de hombre educado en una dictadura militar, resultaba a veces difícil delimitar sus momentos broncos de sus abrazos tiernos pero, más allá de todo, sabía que se moría con el deber cumplido, como si los errores y los aciertos de la vida se mezclaran indisolublemente en un cóctel único.
Después siempre queda un recuerdo difuminado por los espejismos del presente y un olvido tenaz dispuesto a desenmarañar los últimos rescoldos de la memoria. El verano es lo que tiene: deja a cualquiera exhausto antes de romper el otoño, con los viajes truncados y la sensación certera de que tenías que haber estado allí donde la vida no tiene retorno posible.
En aquel viaje a Madrid, mi padre vio de primera mano que el Régimen estaba agotado y que la vida convulsa de la ciudad no tenía marcha atrás. Eran inevitables los cambios. Él no sabía si dejarme allí en medio del peligro acechante.
Viendo la serie Cuéntame, que él también calificaba de edulcorada, recordaba la primera vez que me invitó a comer ostras en Sol, o cuando fuimos al cine a ver Terremoto –un film protagonizado por Charlton Heston y Ava Gardner que fue galardonado con el primer Oscar 1975 al mejor sonido y recibió un Oscar Especial de reconocimiento a los efectos visuales– y comprobó in situ cómo las butacas respondían a los efectos sísmicos de la pantalla, y juró y perjuró que nunca más iría al cine conmigo a no ser que las butacas estuvieran bien amarradas al suelo para neutralizar su movilidad.
Pero no cumplió su palabra, así que sentado en otra butaca expectante por ver El exorcista, basada en la novela de William Peter Blatty y dirigida por William Friedkin, cuando contempló a la niña de doce años vomitar bilis verde por todos los costados de la sala, renunció para siempre a compartir la estética del Séptimo Arte.
Le costó compatibilizar su carácter discreto en la calle con mis despropósitos profesionales. Su consejo obsesivo siempre fue que no destacara sobre los demás, porque el ser humano está hecho de una pasta difícil de modelar. Lo había aprendido en los tristes años de la posguerra, pero logró rumiar y aceptar con el paso del tiempo que el periodismo no se define precisamente por su anonimato.
Pasaron aquellos días en los que los procesamientos y los teléfonos intervenidos a los periodistas que investigamos el caso del sindicato clandestino de la Guardia Civil eran caldo de cultivo común. Pero después vendrían otros temas que desembocarían en otras problemáticas. Al final, logró comprender como nadie que el hombre debe luchar por aquello que considera justo, aunque después acabe en boca de los demás e incluso se equivoque en el empeño.
Algún fin de semana –fueron muchos fines de semana–, cuando le visitaba, le gustaba compartir conmigo una caña de cerveza en el Mayga, siempre a las 13.00 horas y solo durante quince minutos. Sabía que los amigos esperaban.
Sus últimos encuentros eran ya una despedida dosificada. Se sorprendía del abismo de su edad, de las experiencias vividas y tal vez ya entonces, con los deberes hechos, fue aceptando que la vida no es eterna y que la propia muerte es parte adherida e inseparable de la vida.
Los últimos días le visitó Antonio Gálvez, uno de los pocos amigos de una pandilla esquilmada que había sobrevivido al tiempo. Ambos se dijeron que se querían, recordaron anécdotas que solo vivían ya en sus memorias deterioradas, y recordando posiblemente los dos admitieron que un tiempo de abstinencia y de sueños humildes se estaba acabando.
Tal vez sea cierto que nadie muere mientras le recuerdan aquellos quienes le quisieron, que el tiempo es un falso invento que nos juega a la contra y que lo mejor de la vida es saborearla como se degusta un buen vino. De vez en cuando, miramos un paisaje que nos parece otro, pero es el mismo. Hay otra mirada o tal vez estemos mirando con los ojos de aquellos que ya no pueden ver. Es imposible saberlo.
Caminas ahora con la certidumbre de que los pasos no fueron errados, de que los equívocos no son fortuitos, de que la discreción es compatible con el empeño de salir adelante y de enmendar aquellos pequeños detalles que nos hacen a todos nosotros mejores personas. Después queda una paz interior fácil de domeñar y una duda nunca resuelta que nos ayuda a seguir cuestionando los pilares sobre los que asentamos nuestra propia existencia.
Ahora solo recuerdo una despedida larga y convencida, la de un hombre que se atrevió a irse de este mundo porque era prescindible su presencia y porque aquello por lo que había luchado entre bastidores bien podría algún día salir a escena. Su pudor ni su discreción serán ya obstáculo alguno. Me dio su último abrazo y me lo dijo: “No se te ocurra cambiar”. Por eso le escribo ahora estas palabras.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 26 de septiembre de 2011.
Cuando estalló la guerra, había cumplido 11 años y este verano, cuando alcanzó los 86 y la vida se le iba por los bolsillos de su cuerpo extenuado como una lluvia sinuosa de otoño, solo recordaba el ruido de los tiros en el cementerio de una guerra que le atrapó tan joven para robarle por siempre la juventud.
Nunca quiso hablar de aquel conflicto, porque el miedo se incrusta en los huesos y no hay escáner que adivine sus intenciones camufladas, pero allí tendido en una cama de hospital recordaba el fragor de la batalla y recordaba a la pareja de la Guardia Civil preguntar a una mujer en la puerta de su casa por su marido y después por sus dos hijos, y los recordaba marchar en dirección al cuartel para no volver nunca más. Y él asociaba a los dos chavales salir con el padre escoltados por la Guardia Civil con los tiros del cementerio que de vez en cuando rompían el silencio intacto de la noche.
En sus últimas semanas derrochó una ternura incontenible y una ironía propia de una inteligencia que se extingue y lo da ya todo. Con su carácter férreo de hombre educado en una dictadura militar, resultaba a veces difícil delimitar sus momentos broncos de sus abrazos tiernos pero, más allá de todo, sabía que se moría con el deber cumplido, como si los errores y los aciertos de la vida se mezclaran indisolublemente en un cóctel único.
Después siempre queda un recuerdo difuminado por los espejismos del presente y un olvido tenaz dispuesto a desenmarañar los últimos rescoldos de la memoria. El verano es lo que tiene: deja a cualquiera exhausto antes de romper el otoño, con los viajes truncados y la sensación certera de que tenías que haber estado allí donde la vida no tiene retorno posible.
En aquel viaje a Madrid, mi padre vio de primera mano que el Régimen estaba agotado y que la vida convulsa de la ciudad no tenía marcha atrás. Eran inevitables los cambios. Él no sabía si dejarme allí en medio del peligro acechante.
Viendo la serie Cuéntame, que él también calificaba de edulcorada, recordaba la primera vez que me invitó a comer ostras en Sol, o cuando fuimos al cine a ver Terremoto –un film protagonizado por Charlton Heston y Ava Gardner que fue galardonado con el primer Oscar 1975 al mejor sonido y recibió un Oscar Especial de reconocimiento a los efectos visuales– y comprobó in situ cómo las butacas respondían a los efectos sísmicos de la pantalla, y juró y perjuró que nunca más iría al cine conmigo a no ser que las butacas estuvieran bien amarradas al suelo para neutralizar su movilidad.
Pero no cumplió su palabra, así que sentado en otra butaca expectante por ver El exorcista, basada en la novela de William Peter Blatty y dirigida por William Friedkin, cuando contempló a la niña de doce años vomitar bilis verde por todos los costados de la sala, renunció para siempre a compartir la estética del Séptimo Arte.
Le costó compatibilizar su carácter discreto en la calle con mis despropósitos profesionales. Su consejo obsesivo siempre fue que no destacara sobre los demás, porque el ser humano está hecho de una pasta difícil de modelar. Lo había aprendido en los tristes años de la posguerra, pero logró rumiar y aceptar con el paso del tiempo que el periodismo no se define precisamente por su anonimato.
Pasaron aquellos días en los que los procesamientos y los teléfonos intervenidos a los periodistas que investigamos el caso del sindicato clandestino de la Guardia Civil eran caldo de cultivo común. Pero después vendrían otros temas que desembocarían en otras problemáticas. Al final, logró comprender como nadie que el hombre debe luchar por aquello que considera justo, aunque después acabe en boca de los demás e incluso se equivoque en el empeño.
Algún fin de semana –fueron muchos fines de semana–, cuando le visitaba, le gustaba compartir conmigo una caña de cerveza en el Mayga, siempre a las 13.00 horas y solo durante quince minutos. Sabía que los amigos esperaban.
Sus últimos encuentros eran ya una despedida dosificada. Se sorprendía del abismo de su edad, de las experiencias vividas y tal vez ya entonces, con los deberes hechos, fue aceptando que la vida no es eterna y que la propia muerte es parte adherida e inseparable de la vida.
Los últimos días le visitó Antonio Gálvez, uno de los pocos amigos de una pandilla esquilmada que había sobrevivido al tiempo. Ambos se dijeron que se querían, recordaron anécdotas que solo vivían ya en sus memorias deterioradas, y recordando posiblemente los dos admitieron que un tiempo de abstinencia y de sueños humildes se estaba acabando.
Tal vez sea cierto que nadie muere mientras le recuerdan aquellos quienes le quisieron, que el tiempo es un falso invento que nos juega a la contra y que lo mejor de la vida es saborearla como se degusta un buen vino. De vez en cuando, miramos un paisaje que nos parece otro, pero es el mismo. Hay otra mirada o tal vez estemos mirando con los ojos de aquellos que ya no pueden ver. Es imposible saberlo.
Caminas ahora con la certidumbre de que los pasos no fueron errados, de que los equívocos no son fortuitos, de que la discreción es compatible con el empeño de salir adelante y de enmendar aquellos pequeños detalles que nos hacen a todos nosotros mejores personas. Después queda una paz interior fácil de domeñar y una duda nunca resuelta que nos ayuda a seguir cuestionando los pilares sobre los que asentamos nuestra propia existencia.
Ahora solo recuerdo una despedida larga y convencida, la de un hombre que se atrevió a irse de este mundo porque era prescindible su presencia y porque aquello por lo que había luchado entre bastidores bien podría algún día salir a escena. Su pudor ni su discreción serán ya obstáculo alguno. Me dio su último abrazo y me lo dijo: “No se te ocurra cambiar”. Por eso le escribo ahora estas palabras.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 26 de septiembre de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO