Apuramos la última semana del año, de Nochebuena a Nochevieja, con la impresión de que los años se precipitan sin remedio y apenas nos permiten diferenciar el ayer del hoy, un ayer cada vez más lejano y un presente inaprensible y raudo.
Es tan veloz la carrera que los calendarios solo sirven para registrar una fugaz sucesión de meses que se acumulan desordenados en la memoria, como escombros caídos de un edificio en ruina. Años que se escurren entre los rutinarios ciclos de las estaciones y que agotan nuestra capacidad para la sorpresa y nos instalan en el pesimismo más decepcionante, aquel que no tiene ilusión por nada y que califica cualquier novedad como más de lo mismo. Únicamente los niños son capaces de disfrutar de estas fiestas con sincera emoción, llenos de ingenuidad y libres de hipocresía, porque en sus ojos todavía brilla la alegría de las vacaciones y el misterio de los regalos.
Este año, como todos, se presta a dar relevo numérico al siguiente para que la existencia celebre una contabilidad que carece de sentido. Porque nada cambia, a pesar de las promesas y los brindis. Puede que haya, en competición absurda, más luces en las calles que nos invitan a un consumo inútil con la esperanza de no vernos orillados de la euforia mercantil que ha transformado unas fechas familiares en carnavales de ostentación y felicidad por decreto.
Todo permanece inmutable en el teatro del mundo, salvo los niños con su inocencia y nosotros, que nos hacemos viejos, un estatus que antes otorgaba respeto senatorial y que hoy te condena al aislamiento físico y psíquico de un asilo, donde no estorbes.
El mundo no cambia, en fin. Es así de tozudo. Los poderosos persisten en amasar sus fortunas y los pobres, en no dejar de soñar que les toca la lotería, ya que la suerte, siempre incierta y arbitraria, es el único consuelo. Unas guerras toman el relevo de otras para que no se detenga el gasto en munición que sostiene el próspero negocio de la muerte.
Populismos con nuevo envoltorio resucitan viejos regímenes totalitarios y reaccionarios, que se presentan con el disfraz de la libertad, la raza y, otra vez, la religión. La democracia y los derechos, en cambio, van y vienen, ¡ay!, según conveniencia de las élites locales y globales dominantes.
Unas élites que consienten que acudamos cada cuatro años a votar para que nos entretengamos con unas urnas cuyos votos tienen un valor desigual, como la desigualdad que todavía nos divide en favorecidos o perjudicados, en función de la cuna y el lugar donde hayamos venido al mundo. En todas partes del mundo nada cambia por más que sumemos años a la historia de la humanidad. Simplemente se adapta al nuevo dígito para que todo siga como estaba y nadie escape de su lugar en la sociedad.
Esta última semana finaliza dando lugar al cambio convencional del año cuando arranquemos la hoja del calendario. El sol mantendrá a nuestro planeta girando alrededor de su esfera incandescente para que los días y las noches se alternen en nuestras vidas, como lleva millones de años sucediendo.
Pero esta última semana será distinta, para quien así la transite, porque contribuirá, con su convencionalismo, a mostrarnos que la existencia es lo único que cambia ante la indiferencia de los días. Celebremos, por tanto, que, a pesar del vértigo de los años acumulados, podemos contarlo. Es el motivo por el que también recurro al tópico de desearles ¡felices fiestas!
Es tan veloz la carrera que los calendarios solo sirven para registrar una fugaz sucesión de meses que se acumulan desordenados en la memoria, como escombros caídos de un edificio en ruina. Años que se escurren entre los rutinarios ciclos de las estaciones y que agotan nuestra capacidad para la sorpresa y nos instalan en el pesimismo más decepcionante, aquel que no tiene ilusión por nada y que califica cualquier novedad como más de lo mismo. Únicamente los niños son capaces de disfrutar de estas fiestas con sincera emoción, llenos de ingenuidad y libres de hipocresía, porque en sus ojos todavía brilla la alegría de las vacaciones y el misterio de los regalos.
Este año, como todos, se presta a dar relevo numérico al siguiente para que la existencia celebre una contabilidad que carece de sentido. Porque nada cambia, a pesar de las promesas y los brindis. Puede que haya, en competición absurda, más luces en las calles que nos invitan a un consumo inútil con la esperanza de no vernos orillados de la euforia mercantil que ha transformado unas fechas familiares en carnavales de ostentación y felicidad por decreto.
Todo permanece inmutable en el teatro del mundo, salvo los niños con su inocencia y nosotros, que nos hacemos viejos, un estatus que antes otorgaba respeto senatorial y que hoy te condena al aislamiento físico y psíquico de un asilo, donde no estorbes.
El mundo no cambia, en fin. Es así de tozudo. Los poderosos persisten en amasar sus fortunas y los pobres, en no dejar de soñar que les toca la lotería, ya que la suerte, siempre incierta y arbitraria, es el único consuelo. Unas guerras toman el relevo de otras para que no se detenga el gasto en munición que sostiene el próspero negocio de la muerte.
Populismos con nuevo envoltorio resucitan viejos regímenes totalitarios y reaccionarios, que se presentan con el disfraz de la libertad, la raza y, otra vez, la religión. La democracia y los derechos, en cambio, van y vienen, ¡ay!, según conveniencia de las élites locales y globales dominantes.
Unas élites que consienten que acudamos cada cuatro años a votar para que nos entretengamos con unas urnas cuyos votos tienen un valor desigual, como la desigualdad que todavía nos divide en favorecidos o perjudicados, en función de la cuna y el lugar donde hayamos venido al mundo. En todas partes del mundo nada cambia por más que sumemos años a la historia de la humanidad. Simplemente se adapta al nuevo dígito para que todo siga como estaba y nadie escape de su lugar en la sociedad.
Esta última semana finaliza dando lugar al cambio convencional del año cuando arranquemos la hoja del calendario. El sol mantendrá a nuestro planeta girando alrededor de su esfera incandescente para que los días y las noches se alternen en nuestras vidas, como lleva millones de años sucediendo.
Pero esta última semana será distinta, para quien así la transite, porque contribuirá, con su convencionalismo, a mostrarnos que la existencia es lo único que cambia ante la indiferencia de los días. Celebremos, por tanto, que, a pesar del vértigo de los años acumulados, podemos contarlo. Es el motivo por el que también recurro al tópico de desearles ¡felices fiestas!
DANIEL GUERRERO