Desde el pasado 7 de octubre, cuando milicianos del grupo terrorista propalestino de Hamás atacaron por tierra a Israel, matando a 1.200 personas, la mayoría civiles, y secuestrando a otras 240, el país agredido, Israel, esgrime el derecho a la legítima defensa y protagoniza una ofensiva sobre la Franja de Gaza, territorio desde el que partieron los terroristas y en el que se apretujan algo más de dos millones de gazatíes, para castigar y eliminar a los autores confesos del ataque.
La Franja de Gaza y Cisjordania son enclaves donde se concentra la población palestina que Israel ha ido desplazando para desalojar el espacio que hoy ocupa el país hebreo en la histórica y milenaria tierra de Palestina. Desde que en 1948 la ONU decidiera la existencia del Estado de Israel, en pacífica coexistencia con el de Palestina, y delimitara sus fronteras después de la Guerra de los Seis Días –según Resolución 242 de 1967, ignorada por Israel, que exige “la retirada [...] de los territorios ocupados” y “el respeto y reconocimiento de la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de cada Estado”–, Israel no ha dejado de expandir su territorio a costa de ocupar y arrebatar espacio a los palestinos, obligándolos a concentrarse en los enclaves mencionados, cada vez más reducidos .
Tal situación tiene su origen en ese acuerdo de la ONU para crear un Estado hebreo que resolviera la diáspora judía tras la Segunda Guerra Mundial, ubicándolo en Oriente Próximo, en tierras palestinas, donde el Antiguo Testamento anunciaba la Tierra Prometida por Dios, según Abraham. Ello ha dado lugar a numerosas guerras y escaramuzas entre ambos pueblos que, por desgracia, son también seculares enemigos religiosos y raciales.
Es en ese contexto histórico en el que se produce el ataque de Hamás. Mientras Cisjordania está administrada por la Autoridad Nacional Palestina, en Gaza gobierna, tras unas elecciones, el partido islamista Hamás, promovido y sostenido por Irán.
Con sus diferencias, ambas organizaciones políticas comparten un mismo objetivo: la soberanía de Palestina y su independencia de Israel, al que consideran una potencia ocupante y violenta. Y es que Israel reconoce ambos enclaves como parte de su territorio, administrándolos de facto y tutelando sus recursos. Las autoridades palestinas se limitan a gestionar las ayudas donadas por organizaciones internacionales, actuando como gobiernos simbólicos sin atribuciones reales.
La sorprendente ofensiva de Hamás contra israelíes civiles e indefensos no tiene justificación alguna y es considerada, por toda la comunidad internacional, como crimen de guerra y de lesa humanidad. Pero la contundente respuesta de Israel contra un territorio bajo su control, como es Gaza, que ha producido hasta la fecha más de 24.000 gazatíes muertos, la mayoría de ellos niños y mujeres, heridos más de 65.000 palestinos y otros miles desaparecidos bajo los escombros, que ha destruido o dañado más del 70 por ciento las viviendas y casi la totalidad de hospitales, escuelas, carreteras y otras infraestructuras básicas para la población, unido al desplazamiento forzoso de prácticamente los dos millones de habitantes de la Franja, está siendo percibido por esa misma comunidad internacional como una forma deliberada de aniquilamiento y exterminio del pueblo palestino de Gaza.
La brutal desproporción de la fuerza empleada y los bombardeos indiscriminados de la población hacen que sea ampliamente cuestionado lo que Israel considera como “legítima defensa”, puesto que el Derecho Internacional Humanitario establece que la defensa debe hacerse bajo el principio de proporcionalidad, a fin de “evitar causar incidentalmente muertos o heridos entre la población civil que sean excesivos con la ventaja militar concreta y directa”.
Si a ello se añaden las declaraciones de autoridades, ministros y mandos militares israelíes en las que explicitan la voluntad de eliminar a la población de Gaza, a la que acusan de ser responsable colectivamente de los atentados, queda patente que la legítima defensa no es tal, puesto que no se limita a repeler la agresión y recuperar a los rehenes. El ministro de Defensa israelí ha sido explícito cuando afirmó que iba a “imponer un asedio completo de Gaza.
No habrá electricidad, comida, agua o carburante. Todo cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia”. Tal deshumanización de los palestinos gazatíes para aniquilarlos es lo que se considera genocidio. Y esa es la razón por la que el Gobierno de la República de Sudáfrica ha acudido a la Corte Internacional de Justicia, alegando que Israel está cometiendo un auténtico genocidio y pidiendo que se adopten medidas para detenerlo.
La demanda se basa en la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio aprobada por la ONU y firmada por 152 países, entre ellos España e Israel, también por los Territorios Palestinos, denominados Estado observador no miembro de Naciones Unidas.
La dificultad, empero, estriba en que el Derecho Internacional define el genocidio como un delito perpetrado con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Es decir, hay que demostrar en un tribunal esa intención de eliminar que categoriza al genocidio.
Pero la magnitud de la respuesta empleada por Israel contra zonas civiles densamente habitadas, el asedio absoluto y asfixiante del territorio, el traslado forzoso de la población, junto a declaraciones de funcionarios israelíes expresando intenciones genocidas, es en lo que se basa el documento de 84 páginas presentado por Sudáfrica para calificar que las acciones de Israel “son de carácter genocida porque pretenden provocar la destrucción de una parte sustancial” de los palestinos en Gaza.
Existen precedentes. La masacre de Srebrenica en Bosnia, en la que el Ejército serbio y grupos paramilitares mataron, en 1995, unas 8.000 personas musulmanas de origen bosnio. O el intento de exterminio de la población tutsi en Ruanda, en 1994. Y el Holocausto judío, el mayor crimen genocida de la historia.
Lo importante no es ganar el juicio, que puede tardar años en celebrarse. Lo urgente es que se admita y se adopten medidas cautelares que son vinculantes para los países signatarios del Convenio sobre Genocidio. Ello, además, obliga que los demás países exhiban su posición ante la catástrofe que se está produciendo en Gaza. Estados Unidos ya se ha alineado con Israel, como cabía esperar, considerando que la solicitud sudafricana es “contraproducente” e “infundada”. El portavoz de la Casa Blanca, Matthew Miller, ha afirmado: “No vemos que estos actos constituyan un genocidio”.
Más vergonzoso es lo que sucede en la Unión Europea, que se muestra dividida en el conflicto y guarda un silencio estruendoso con la excusa del respeto a los tribunales. A España, tras declaraciones del Pedro Sánchez señalando la desproporcionalidad de la ofensiva israelí, le ha supuesto alguna crisis diplomática con el Gobierno de Netanyahu.
Pero Bélgica, que ha sido el primero y único país en pronunciarse al respecto, piensa sumarse a la demanda del país sudafricano, al considerar que “no puede quedarse impasible observando el inmenso sufrimiento humano en Gaza”, según su viceprimera ministra, Petra de Sutter. Esta falta de unidad es lo que ha llevado a Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, ha reconocer que la dispar reacción de la UE en Ucrania y Gaza pueda ser percibida por parte del mundo como una doble moral que hace perder credibilidad al proyecto comunitario.
Mientras tanto, Israel sigue bombardeando a la paupérrima y arrasada Franja de Gaza, irradiando una escalada del conflicto en diversos frentes, desde Líbano hasta el Mar Rojo, que solo el temor a una imparable reacción bélica en cadena parece contener. Su legítima defensa no le resulta excesiva, aunque algunos piensen ya que comete genocidio, como la relatora de la ONU, Francesca Libanese, que opina que en Gaza se está llevando a cabo una "limpieza étnica a través de medios genocidas".
La Franja de Gaza y Cisjordania son enclaves donde se concentra la población palestina que Israel ha ido desplazando para desalojar el espacio que hoy ocupa el país hebreo en la histórica y milenaria tierra de Palestina. Desde que en 1948 la ONU decidiera la existencia del Estado de Israel, en pacífica coexistencia con el de Palestina, y delimitara sus fronteras después de la Guerra de los Seis Días –según Resolución 242 de 1967, ignorada por Israel, que exige “la retirada [...] de los territorios ocupados” y “el respeto y reconocimiento de la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de cada Estado”–, Israel no ha dejado de expandir su territorio a costa de ocupar y arrebatar espacio a los palestinos, obligándolos a concentrarse en los enclaves mencionados, cada vez más reducidos .
Tal situación tiene su origen en ese acuerdo de la ONU para crear un Estado hebreo que resolviera la diáspora judía tras la Segunda Guerra Mundial, ubicándolo en Oriente Próximo, en tierras palestinas, donde el Antiguo Testamento anunciaba la Tierra Prometida por Dios, según Abraham. Ello ha dado lugar a numerosas guerras y escaramuzas entre ambos pueblos que, por desgracia, son también seculares enemigos religiosos y raciales.
Es en ese contexto histórico en el que se produce el ataque de Hamás. Mientras Cisjordania está administrada por la Autoridad Nacional Palestina, en Gaza gobierna, tras unas elecciones, el partido islamista Hamás, promovido y sostenido por Irán.
Con sus diferencias, ambas organizaciones políticas comparten un mismo objetivo: la soberanía de Palestina y su independencia de Israel, al que consideran una potencia ocupante y violenta. Y es que Israel reconoce ambos enclaves como parte de su territorio, administrándolos de facto y tutelando sus recursos. Las autoridades palestinas se limitan a gestionar las ayudas donadas por organizaciones internacionales, actuando como gobiernos simbólicos sin atribuciones reales.
La sorprendente ofensiva de Hamás contra israelíes civiles e indefensos no tiene justificación alguna y es considerada, por toda la comunidad internacional, como crimen de guerra y de lesa humanidad. Pero la contundente respuesta de Israel contra un territorio bajo su control, como es Gaza, que ha producido hasta la fecha más de 24.000 gazatíes muertos, la mayoría de ellos niños y mujeres, heridos más de 65.000 palestinos y otros miles desaparecidos bajo los escombros, que ha destruido o dañado más del 70 por ciento las viviendas y casi la totalidad de hospitales, escuelas, carreteras y otras infraestructuras básicas para la población, unido al desplazamiento forzoso de prácticamente los dos millones de habitantes de la Franja, está siendo percibido por esa misma comunidad internacional como una forma deliberada de aniquilamiento y exterminio del pueblo palestino de Gaza.
La brutal desproporción de la fuerza empleada y los bombardeos indiscriminados de la población hacen que sea ampliamente cuestionado lo que Israel considera como “legítima defensa”, puesto que el Derecho Internacional Humanitario establece que la defensa debe hacerse bajo el principio de proporcionalidad, a fin de “evitar causar incidentalmente muertos o heridos entre la población civil que sean excesivos con la ventaja militar concreta y directa”.
Si a ello se añaden las declaraciones de autoridades, ministros y mandos militares israelíes en las que explicitan la voluntad de eliminar a la población de Gaza, a la que acusan de ser responsable colectivamente de los atentados, queda patente que la legítima defensa no es tal, puesto que no se limita a repeler la agresión y recuperar a los rehenes. El ministro de Defensa israelí ha sido explícito cuando afirmó que iba a “imponer un asedio completo de Gaza.
No habrá electricidad, comida, agua o carburante. Todo cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia”. Tal deshumanización de los palestinos gazatíes para aniquilarlos es lo que se considera genocidio. Y esa es la razón por la que el Gobierno de la República de Sudáfrica ha acudido a la Corte Internacional de Justicia, alegando que Israel está cometiendo un auténtico genocidio y pidiendo que se adopten medidas para detenerlo.
La demanda se basa en la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio aprobada por la ONU y firmada por 152 países, entre ellos España e Israel, también por los Territorios Palestinos, denominados Estado observador no miembro de Naciones Unidas.
La dificultad, empero, estriba en que el Derecho Internacional define el genocidio como un delito perpetrado con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Es decir, hay que demostrar en un tribunal esa intención de eliminar que categoriza al genocidio.
Pero la magnitud de la respuesta empleada por Israel contra zonas civiles densamente habitadas, el asedio absoluto y asfixiante del territorio, el traslado forzoso de la población, junto a declaraciones de funcionarios israelíes expresando intenciones genocidas, es en lo que se basa el documento de 84 páginas presentado por Sudáfrica para calificar que las acciones de Israel “son de carácter genocida porque pretenden provocar la destrucción de una parte sustancial” de los palestinos en Gaza.
Existen precedentes. La masacre de Srebrenica en Bosnia, en la que el Ejército serbio y grupos paramilitares mataron, en 1995, unas 8.000 personas musulmanas de origen bosnio. O el intento de exterminio de la población tutsi en Ruanda, en 1994. Y el Holocausto judío, el mayor crimen genocida de la historia.
Lo importante no es ganar el juicio, que puede tardar años en celebrarse. Lo urgente es que se admita y se adopten medidas cautelares que son vinculantes para los países signatarios del Convenio sobre Genocidio. Ello, además, obliga que los demás países exhiban su posición ante la catástrofe que se está produciendo en Gaza. Estados Unidos ya se ha alineado con Israel, como cabía esperar, considerando que la solicitud sudafricana es “contraproducente” e “infundada”. El portavoz de la Casa Blanca, Matthew Miller, ha afirmado: “No vemos que estos actos constituyan un genocidio”.
Más vergonzoso es lo que sucede en la Unión Europea, que se muestra dividida en el conflicto y guarda un silencio estruendoso con la excusa del respeto a los tribunales. A España, tras declaraciones del Pedro Sánchez señalando la desproporcionalidad de la ofensiva israelí, le ha supuesto alguna crisis diplomática con el Gobierno de Netanyahu.
Pero Bélgica, que ha sido el primero y único país en pronunciarse al respecto, piensa sumarse a la demanda del país sudafricano, al considerar que “no puede quedarse impasible observando el inmenso sufrimiento humano en Gaza”, según su viceprimera ministra, Petra de Sutter. Esta falta de unidad es lo que ha llevado a Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, ha reconocer que la dispar reacción de la UE en Ucrania y Gaza pueda ser percibida por parte del mundo como una doble moral que hace perder credibilidad al proyecto comunitario.
Mientras tanto, Israel sigue bombardeando a la paupérrima y arrasada Franja de Gaza, irradiando una escalada del conflicto en diversos frentes, desde Líbano hasta el Mar Rojo, que solo el temor a una imparable reacción bélica en cadena parece contener. Su legítima defensa no le resulta excesiva, aunque algunos piensen ya que comete genocidio, como la relatora de la ONU, Francesca Libanese, que opina que en Gaza se está llevando a cabo una "limpieza étnica a través de medios genocidas".
DANIEL GUERRERO