Ha causado cierta alarma que la ley de amnistía que está discutiéndose en el Congreso de los Diputados, a propuesta del PSOE –alarma sobreañadida a la generada por la propia ley–, parezca orientada a que se puedan amnistiar los delitos de terrorismo que supuestamente se cometieron durante las manifestaciones y concentraciones desarrolladas con ocasión del proceso soberanista catalán de 2012 por la autodeterminación y la independencia de Cataluña.
Aquellos hechos es lo que se conoce como el procés. Aparte de las iniciativas legislativas para viabilizar una “desconexión” con la legalidad constitucional, aquel procés significó, en la calle, múltiples algaradas y altercados públicos, con enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, que tuvieron mayor efervescencia durante la celebración de una consulta no autorizada a los catalanes sobre la independencia y la consiguiente actuación de la policía para impedirla.
Desórdenes públicos, manifestaciones, quema de contenedores, cortes de carreteras y concentraciones frente a instituciones y organismos varios que, en algún momento, parecían descontrolados, pero que nunca traspasaron la delgada línea que separa lo realmente violento de lo pacífico y ruidoso.
Es decir, no fueron más violentos que las movilizaciones y cortes del puente de Cádiz que protagonizaban los huelguistas de Astilleros de Puerto Real, o que el bloqueo de la autopista A-6 ejecutada por la ultraderecha de Madrid, ni los rezos, gritos, empujones, lanzamiento de piedras y quema de muñecos con la imagen del presidente del Gobierno durante las concentraciones diarias frente a la sede madrileña del PSOE tras las últimas elecciones. Ninguna de tales manifestaciones de protesta, reivindicativas o de provocación, ha sido calificada, hasta ahora, como actos de terrorismo. Excepto las del procés, y después de mucho tiempo.
En España, desgraciadamente, sabemos muy bien qué es terrorismo. Tenemos memoria de los centenares de muertos y heridos causados por las violentas acciones mortales de ETA, los Grapo, el Gal y el yihadismo islámico, que han dejado cicatrices que aun supuran dolor y exigencia de justicia. Pero lo sucedido en Cataluña, donde se han criminalizado unas decisiones políticas que requieren corrección también política, no puede calificarse, de manera objetiva, como terrorismo.
Todo el mundo, incluida la legalidad internacional, lo percibe así, salvo un juez, Manuel García Castellón, titular del juzgado central número 6 de la Audiencia Nacional, que instruye el caso Tsunami Democrátic con el que intenta imputar por terrorismo a los líderes del procés, como el expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, y a la exsecretaria general de ERC, Marta Rovira, exiliados en Bruselas precisamente para evitar esta ofensiva judicial.
Y no lo es porque la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, que impuso penas por delitos de rebelión y malversación, fue excesiva, ya que rebelión nunca existió: no hubo ningún “alzamiento político y violento”, como lo define el Código Penal. Se pretendía otra cosa: acordar la prisión de los imputados, a pesar de que el conflicto podía ser abordado y atajado por la vía del artículo 155 de la Constitución, como sostiene el también juez ya jubilado, José Antonio Martín Pallín.
Estos son los motivos por los que el PSOE y sus socios independentistas han pactado una ley de amnistía que trata de corregir un desaguisado judicial que ha sido cuestionado por la doctrina jurídica internacional y por una Europa que niega reiteradamente la detención y entrega de los encausados exiliados en Europa, falsamente tachados de fugados, huidos o prófugos cuando en realidad salieron de España antes de que se iniciara causa alguna y se hallan en un espacio de seguridad, libertad y justicia del que forma parte nuestro país, a la espera de que se resuelva su situación judicial.
No hay que ser un lince para colegir que no se hubiera imputado por terrorismo a estos encausados si no fuera una manera de paralizar u obstaculizar la aplicación de la ley de amnistía que tramita el Congreso. Y que, una vez materializado tal supuesto, se haya tenido que corregir el texto de la ley para incluir en la amnistía los delitos de terrorismo en los que no existan “violaciones graves de los derechos humanos”.
Aunque al mundo de la toga le escueza el término “lawfare”, la verdad es que algunos de sus integrantes han actuado de esa forma, practicando una ofensiva judicial contra decisiones políticas. Y el juez García Castellón es uno de ellos. Protagoniza con el sumario del caso Tsunami un pulso al poder legislativo para impedir la tramitación de la ley de amnistía.
Actúa como ariete judicial de aquellos sectores que no aceptan el resultado electoral y encarnan una ofensiva dispuesta a revertir la decisión de las urnas y los subsiguientes acuerdos parlamentarios. Así, la instrucción del sumario avanza en paralelo a la tramitación de la ley, en una secuencia que los medios de comunicación ya han podido establecer.
Durante cerca de cuatro años, el juez García Castellón ha mantenido en secreto la causa Tsunami Democrátic, que investiga como terrorismo las protestas posteriores a la sentencia del procés, hasta que la propia Audiencia Nacional lo llamara al orden por dicha tardanza.
Y la ha activado cuando se cruzó en su camino el resultado electoral de julio pasado, con la negociación entre PSOE y juntis para promover la ley de amnistía. El objetivo de la ley es borrar las nefastas consecuencias de unas decisiones políticas que nunca debieron ser criminalizadas y recuperar, de una vez, el diálogo, la negociación y los acuerdos pacíficos, en el marco de la Constitución, que garanticen la convivencia en un país democrático, como España.
Sin embargo, parece que el juez García Castellón está decidido a dificultar tal objetivo. A cada iniciativa gubernamental en ese sentido, el magistrado responde con una decisión sumarial que la entorpece. Si Puigdemont y el resto de encausados no estaban implicados en el caso Tsunami, el instructor los señala en el sumario por su “liderazgo” en unos hechos que califica como terrorismo, lo que dificulta que puedan beneficiarse de una probable amnistía.
Y si la ley amplía su proyección hasta los delitos de terrorismo que no hayan supuesto violaciones graves de los derechos humanos, el juez atribuye a los implicados en el Tsunami la violación del “derecho a la vida e integridad física reconocidos en el artículo 15 de la Constitución y el artículo 2 del Convenio Europeo de los Derechos Humanos”.
Se excusa, para ello, en que un viajero francés falleció por infarto durante el bloqueo al aeropuerto del Prat, una muerte que un juzgado de Barcelona estimó como “muerte natural”, derivada de su cardiopatía congénita grave, por lo que los Servicios de Emergencias Médicas desvincularon de las protestas. Y, también, en que las lesiones graves que sufrió un policía en una protesta en la plaza Urquinaona “no pueden minimizarse” ni descartar, a tenor del instructor, “el ánimo homicida”.
Estos son los argumentos “jurídicos” de los que, como el juez, no comparten la ley de amnistía y piensan que, de aprobarse, no debería beneficiar a los encausados por el procés. La opinión de García Castellón acerca de la amnistía es conocida porque él mismo se encargó de aclararla en una conferencia organizada por un periódico de Orense.
Pero que los jueces tengan opiniones e ideología no constituye ningún problema. Lo que adquiere la categoría de problema, y grave, es que esas opiniones e ideologías condicionen e interfieran en la labor de impartir justicia de manera imparcial y en la independencia del juez.
Convertir en terrorismo unos actos de protesta que desencadenaron desórdenes públicos más o menos graves es, simplemente, utilizar la justicia con fines torticeros. Es hacer lawfare, pues lo que se persigue es disponer de una causa que permita al juez presentar una prejudicial al TJUE y paralizar, así, el procedimiento y no aplicar la amnistía.
Se persigue, en fin, un resultado de clara intencionalidad política: pretender evitar que el poder legislativo apruebe una ley que no le agrada al magistrado, por lo que procura, por todos los medios, torpedear su aplicación.
Ese es el “terrorismo” –y sólo ese– que busca amnistiar la futura norma. Y lo hará porque se parte de la convicción de que esa ley es el camino idóneo para “desjudicializar” el conflicto catalán, un conflicto que nunca debió criminalizarse y que tanto daño ha causado a las relaciones políticas, institucionales, sociales, económicas y de gobernanza entre aquella región y el resto de España. Si García Castellón mantiene su empecinamiento, como parece, la ley servirá para amnistiar un “terrorismo” que solo él percibe en las actuaciones de los líderes del procés.
Aquellos hechos es lo que se conoce como el procés. Aparte de las iniciativas legislativas para viabilizar una “desconexión” con la legalidad constitucional, aquel procés significó, en la calle, múltiples algaradas y altercados públicos, con enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, que tuvieron mayor efervescencia durante la celebración de una consulta no autorizada a los catalanes sobre la independencia y la consiguiente actuación de la policía para impedirla.
Desórdenes públicos, manifestaciones, quema de contenedores, cortes de carreteras y concentraciones frente a instituciones y organismos varios que, en algún momento, parecían descontrolados, pero que nunca traspasaron la delgada línea que separa lo realmente violento de lo pacífico y ruidoso.
Es decir, no fueron más violentos que las movilizaciones y cortes del puente de Cádiz que protagonizaban los huelguistas de Astilleros de Puerto Real, o que el bloqueo de la autopista A-6 ejecutada por la ultraderecha de Madrid, ni los rezos, gritos, empujones, lanzamiento de piedras y quema de muñecos con la imagen del presidente del Gobierno durante las concentraciones diarias frente a la sede madrileña del PSOE tras las últimas elecciones. Ninguna de tales manifestaciones de protesta, reivindicativas o de provocación, ha sido calificada, hasta ahora, como actos de terrorismo. Excepto las del procés, y después de mucho tiempo.
En España, desgraciadamente, sabemos muy bien qué es terrorismo. Tenemos memoria de los centenares de muertos y heridos causados por las violentas acciones mortales de ETA, los Grapo, el Gal y el yihadismo islámico, que han dejado cicatrices que aun supuran dolor y exigencia de justicia. Pero lo sucedido en Cataluña, donde se han criminalizado unas decisiones políticas que requieren corrección también política, no puede calificarse, de manera objetiva, como terrorismo.
Todo el mundo, incluida la legalidad internacional, lo percibe así, salvo un juez, Manuel García Castellón, titular del juzgado central número 6 de la Audiencia Nacional, que instruye el caso Tsunami Democrátic con el que intenta imputar por terrorismo a los líderes del procés, como el expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, y a la exsecretaria general de ERC, Marta Rovira, exiliados en Bruselas precisamente para evitar esta ofensiva judicial.
Y no lo es porque la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, que impuso penas por delitos de rebelión y malversación, fue excesiva, ya que rebelión nunca existió: no hubo ningún “alzamiento político y violento”, como lo define el Código Penal. Se pretendía otra cosa: acordar la prisión de los imputados, a pesar de que el conflicto podía ser abordado y atajado por la vía del artículo 155 de la Constitución, como sostiene el también juez ya jubilado, José Antonio Martín Pallín.
Estos son los motivos por los que el PSOE y sus socios independentistas han pactado una ley de amnistía que trata de corregir un desaguisado judicial que ha sido cuestionado por la doctrina jurídica internacional y por una Europa que niega reiteradamente la detención y entrega de los encausados exiliados en Europa, falsamente tachados de fugados, huidos o prófugos cuando en realidad salieron de España antes de que se iniciara causa alguna y se hallan en un espacio de seguridad, libertad y justicia del que forma parte nuestro país, a la espera de que se resuelva su situación judicial.
No hay que ser un lince para colegir que no se hubiera imputado por terrorismo a estos encausados si no fuera una manera de paralizar u obstaculizar la aplicación de la ley de amnistía que tramita el Congreso. Y que, una vez materializado tal supuesto, se haya tenido que corregir el texto de la ley para incluir en la amnistía los delitos de terrorismo en los que no existan “violaciones graves de los derechos humanos”.
Aunque al mundo de la toga le escueza el término “lawfare”, la verdad es que algunos de sus integrantes han actuado de esa forma, practicando una ofensiva judicial contra decisiones políticas. Y el juez García Castellón es uno de ellos. Protagoniza con el sumario del caso Tsunami un pulso al poder legislativo para impedir la tramitación de la ley de amnistía.
Actúa como ariete judicial de aquellos sectores que no aceptan el resultado electoral y encarnan una ofensiva dispuesta a revertir la decisión de las urnas y los subsiguientes acuerdos parlamentarios. Así, la instrucción del sumario avanza en paralelo a la tramitación de la ley, en una secuencia que los medios de comunicación ya han podido establecer.
Durante cerca de cuatro años, el juez García Castellón ha mantenido en secreto la causa Tsunami Democrátic, que investiga como terrorismo las protestas posteriores a la sentencia del procés, hasta que la propia Audiencia Nacional lo llamara al orden por dicha tardanza.
Y la ha activado cuando se cruzó en su camino el resultado electoral de julio pasado, con la negociación entre PSOE y juntis para promover la ley de amnistía. El objetivo de la ley es borrar las nefastas consecuencias de unas decisiones políticas que nunca debieron ser criminalizadas y recuperar, de una vez, el diálogo, la negociación y los acuerdos pacíficos, en el marco de la Constitución, que garanticen la convivencia en un país democrático, como España.
Sin embargo, parece que el juez García Castellón está decidido a dificultar tal objetivo. A cada iniciativa gubernamental en ese sentido, el magistrado responde con una decisión sumarial que la entorpece. Si Puigdemont y el resto de encausados no estaban implicados en el caso Tsunami, el instructor los señala en el sumario por su “liderazgo” en unos hechos que califica como terrorismo, lo que dificulta que puedan beneficiarse de una probable amnistía.
Y si la ley amplía su proyección hasta los delitos de terrorismo que no hayan supuesto violaciones graves de los derechos humanos, el juez atribuye a los implicados en el Tsunami la violación del “derecho a la vida e integridad física reconocidos en el artículo 15 de la Constitución y el artículo 2 del Convenio Europeo de los Derechos Humanos”.
Se excusa, para ello, en que un viajero francés falleció por infarto durante el bloqueo al aeropuerto del Prat, una muerte que un juzgado de Barcelona estimó como “muerte natural”, derivada de su cardiopatía congénita grave, por lo que los Servicios de Emergencias Médicas desvincularon de las protestas. Y, también, en que las lesiones graves que sufrió un policía en una protesta en la plaza Urquinaona “no pueden minimizarse” ni descartar, a tenor del instructor, “el ánimo homicida”.
Estos son los argumentos “jurídicos” de los que, como el juez, no comparten la ley de amnistía y piensan que, de aprobarse, no debería beneficiar a los encausados por el procés. La opinión de García Castellón acerca de la amnistía es conocida porque él mismo se encargó de aclararla en una conferencia organizada por un periódico de Orense.
Pero que los jueces tengan opiniones e ideología no constituye ningún problema. Lo que adquiere la categoría de problema, y grave, es que esas opiniones e ideologías condicionen e interfieran en la labor de impartir justicia de manera imparcial y en la independencia del juez.
Convertir en terrorismo unos actos de protesta que desencadenaron desórdenes públicos más o menos graves es, simplemente, utilizar la justicia con fines torticeros. Es hacer lawfare, pues lo que se persigue es disponer de una causa que permita al juez presentar una prejudicial al TJUE y paralizar, así, el procedimiento y no aplicar la amnistía.
Se persigue, en fin, un resultado de clara intencionalidad política: pretender evitar que el poder legislativo apruebe una ley que no le agrada al magistrado, por lo que procura, por todos los medios, torpedear su aplicación.
Ese es el “terrorismo” –y sólo ese– que busca amnistiar la futura norma. Y lo hará porque se parte de la convicción de que esa ley es el camino idóneo para “desjudicializar” el conflicto catalán, un conflicto que nunca debió criminalizarse y que tanto daño ha causado a las relaciones políticas, institucionales, sociales, económicas y de gobernanza entre aquella región y el resto de España. Si García Castellón mantiene su empecinamiento, como parece, la ley servirá para amnistiar un “terrorismo” que solo él percibe en las actuaciones de los líderes del procés.
DANIEL GUERRERO