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Daniel Guerrero | ¿Una ultraderecha independentista?

Pues sí. En las pasadas elecciones catalanas del 12 de mayo, un partido ultraderechista e independentista ha obtenido dos diputados en el Parlament (uno por Gerona y otro por Lérida), haciendo que Cataluña sea la primera –y, por ahora, única– Comunidad Autónoma que alberga dos partidos de extrema derecha: Vox y Alianza Catalana (AC). Todo un síntoma de los confusos tiempos que corren.


¿Y cómo se come eso de un partido ultra y separatista al mismo tiempo? Pues siendo doblemente ultra: ultraconservador y ultraindependentista. Más o menos el mismo caldo, pero dos tazas, por si querías más extremismo. Y funciona. Vaya que si funciona.

Tanto que AC, liderado por la alcaldesa de Ripoll, ha obtenido representación en la Cámara catalana, compartiendo escaños con los ultraderechistas de Vox, la derecha sin complejos del Partido Popular, los socialistas del PSC, los derechistas separatistas de Junts, los republicanos independentistas de ERC y los soberanistas anticapitalistas de la CUP.

Un buen mosaico de la complejidad ideológica que bulle en la sociedad catalana. Hasta el extremo de albergar dos partidos fascistas de ultraderecha (españolista uno e independentista otro) y dos partidos de derechas (nacional uno y autonómico separatista otro). Un lío.

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Pero todo tiene su porqué. Toda esta amplia, opuesta y hasta duplicada oferta obedece a insatisfacciones, miedos y desconfianzas que sienten los ciudadanos en un contexto determinado de su convivencia en sociedad. Es decir, cuando el sistema y las instituciones no satisfacen las expectativas (subjetivas) de la gente, cuando los problemas y las amenazas se perciben como inminentes y especialmente graves (sea cierto o no) y cuando la política y los partidos producen (objetivamente) desafección y recelo en los votantes.

En esos momentos y de tales situaciones surgen los populismos y extremismos de uno y otro signo, atrayendo a los insatisfechos, miedosos y desconfiados gracias a mensajes emocionales y promesas de soluciones simples e inmediatas a problemas complejos que es complicado resolver de un plumazo.

Se trata de un fenómeno global que afecta a las democracias de los países desarrollados o en vías de desarrollo, donde se vive relativamente bien pero el futuro se antoja preñado de nubarrones. En los demás, en aquellos en los que la democracia y las libertades son todavía un mero sueño, la gente no se atreve o no puede buscar más alternativa que la oficial.

Por eso, para entender la aparición de Alianza Catalana, tan ultra y tan separatista, hay que saber que la formación cuenta con el grueso de seguidores en la comarca del Ripollés, y está liderada por la alcaldesa de Ripoll, localidad de donde procedían los autores de los atentados islamistas de Las Ramblas de Barcelona en 2017.

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La Alcaldía de Gerona estuvo presidida, antes de saltar a la Generalitat, por Carles Puigdemont, aquel que proclamó durante unos segundos la República en Catalunya antes de huir a Bruselas, dejando aquí el enredo y la frustración del “procés”.

Son circunstancias que explican el carácter independentista y xenófobo (en especial, contra los musulmanes) de la nueva formación, que explota esas emociones y esos miedos a la sustitución demográfica y a la inseguridad en sus mensajes, al tiempo que tacha de “traidores” a Junts, ERC y la CUP por no haber resuelto el problema de la independencia y el terrorismo islamista con la presteza con que Alianza Catalana lo haría. Con quebrantamiento de la legalidad constitucional, teorías conspiranoicas y soflamas antiinmigración. Así de fácil. Y va la gente y les vota. Como a Vox a escala estatal.

Lo malo de estos mensajes racistas, sectarios e intolerantes de la ultraderecha es que son asumidos por la derecha conservadora –la civilizada, en teoría– con tal de no perder votos e impedir que sus simpatizantes la sustituyan por esas formaciones ultras, más atractivas por la beligerancia y la radicalidad de sus propuestas. Y es malo porque, al final, la derecha convencional acaba compartiendo el pensamiento y aceptando los diagnósticos sociales y políticos de la ultraderecha a la hora de analizar los problemas y actuar en la sociedad.

Es, justamente, lo que le está pasando al Partido Popular (PP) en su competición por el electorado con Vox: ya son prácticamente indiferenciables, como se desprende de ese exabrupto de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, precisamente durante la campaña catalana.

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Recuerden que el líder popular dijo: “pido el voto a los que no admiten que la inmigración ilegal se deje en nuestras casas, ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestra propiedades”. Si a la ultraderecha se le recrimina, entre otras cosas, que criminalice la inmigración, ¿cuál es la diferencia con la civilizada derecha del PP? ¿O con la ultra-ultraderecha separatista de AC? Nada, apenas un matiz que depende del lugar del que se irradie el odio al diferente.

Ahora Cataluña dispone de doble ración ultra, ya que cuenta con dos partidos de ultraderecha (Vox y AC) y dos partidos de derechas (PP y Junts), que satisfacen la sensibilidad del conservador más quisquilloso. Todo un récord. Y un doble peligro: el de contaminarse con el discurso retrógrado de la derecha radical y fascista si, como hace el PP con Vox, se asumen sus postulados y se le permite acceder a instituciones y gobiernos, minimizando u olvidando que cuando el fascismo conquistó el poder en Europa en la primera mitad del siglo pasado, lo que sembró fue odio, injusticias, desigualdad, pérdida de libertades y terror.

Porque para la ultraderecha siempre existen colectivos de los que desconfiar y cargar con todas las culpas de nuestros males. En Cataluña funcionó el temor a los inmigrantes, a quienes se los relaciona con los problemas de la vivienda, del empleo, la inseguridad e, incluso, el terrorismo.

Le funcionó a AC, pero también al PP, cuyo candidato, Alejandro Fernández, no tuvo empacho de asegurar, advirtiendo sobre la inmigración, que “Cataluña tiene los índices de criminalidad, de robos y de hurtos y de reincidencia de los más altos de España”.

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Eso sí, ambas formaciones se cuidaron de callar que, gracias a la inmigración, el campo, los servicios, la natalidad y la Seguridad Social encuentran trabajadores y cotizantes que contribuyen al crecimiento de la economía, al sostenimiento de las pensiones y al relevo generacional. Y que, en puridad estadística, la criminalidad del país está generada sobre todo por delincuentes nacionales, siendo residual la protagonizada por extranjeros en situación legal o ilegal.

Allí donde se empieza odiando a los inmigrantes, luego a los colectivos LGTBI y, más tarde, al feminismo, se acaba, finalmente, condenando al vecino que piensa diferente. Y si, encima, eres ultraindependentista, reniegas de cualquiera que no sea de tu pueblo o región, intentando convencer a tus seguidores de que con la independencia conseguirían vivir, aislados del resto del país y de Europa, en una arcadia de pureza, prosperidad y felicidad.

De este modo ha conseguido dos diputados en Cataluña el último partido ultra que germina en España. Lo que sumado a los que ya se sientan en parlamentos, instituciones y gobiernos autonómicos de las demás formaciones de ultraderecha y de derecha extrema del país, ¿no creen que corremos peligro de caer, otra vez, en las fauces del totalitarismo más aciago en nuestro país? ¿No les resulta inquietante? Es para pensárselo.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: ARCHIVO

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