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Daniel Guerrero | Lo que queda del caso ERE

El mayor escándalo de corrupción de España –sin contar el de la Gürtel, claro– parece que no lo era tanto. Sin embargo, su finalidad política sí que se consiguió con creces: se enjuició y condenó a la cúpula del Gobierno andaluz, haciendo que los ciudadanos dejaran de confiar en el PSOE y se decantaran por el PP. No es un triunfo baladí porque quizás era el buscado, aunque, al final, no suponga ni una victoria judicial ni mucho menos ejemplar. Pero el daño que deja ha sido sumamente injusto e irreparable. Es lo que queda del caso ERE.


La investigación de aquel “complot ideado por la Junta de Andalucía para mantener al PSOE en el poder”, según la instructora del caso que se jactó de pasearlo en trolley ante los medios de comunicación, sirvió realmente para que la derecha ganase las elecciones en Andalucía, región que llevaba décadas resistiéndosele. Tal era su finalidad última, puesto que la judicial, como se está demostrando, se basaba en un artificio difícil de sostener, según las normas básicas del Derecho.

Se va desvelando y desmontando ahora la estrategia técnico-judicial empleada para acusar indebidamente a un Gobierno de elaborar, a sabiendas, leyes ilegales, a pesar de que eran aprobadas reiteradamente por el Parlamento de la Comunidad Autónoma.

No obstante, algo ilegal y condenable sí que hubo: el uso indebido de una parte de las ayudas sociolaborales desde la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía. Un fraude en la concesión de las mismas y una falta de control de esos fondos públicos que constituyen, por sí mismos, hechos delictivos y, por ende, merecedores de castigo penal para los funcionarios implicados. Y también para los políticos que cometieron dejación de funciones y laxitud institucional, hasta los niveles que corresponda.

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Pero la decisión política de crear e incluir esas partidas en el proyecto de Ley de Presupuestos y su aprobación definitiva por el Parlamento, tras haber pasado por el examen, enmienda, aprobación y control parlamentario, no constituía delito alguno.

Tampoco era ilegal el sistema de pagos de las ayudas –a través de la Consejería de Empleo que concedía las subvenciones y la Agencia pública IDEA que las abonaba tras recibir transferencias de financiación–, si se ceñía al objeto y a los requisitos exigidos de rescatar empresas en crisis.

Tan legales eran que el Tribunal Constitucional, en una Nota Informativa sobre la sentencia que resuelve un recurso de amparo al respecto –citada por el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo–, recalca que “los órganos judiciales no pueden interferir en las relaciones institucionales entre el Parlamento y el Poder Ejecutivo so pena de infringir el principio de la separación de poderes”. Es decir, que las leyes del Parlamento no podían ser sometidas a control jurisdiccional, atendiendo al principio de separación de poderes.

De ahí que la exconsejera de Hacienda condenada por el caso ERE, Magdalena Álvarez, haya sido absuelta del delito de prevaricación. Ha sido la primera porque, después de ellay de Carmen Martínez Aguayo, exconsejera socialista de Hacienda, es probable que los demás dirigentes encarcelados o inhabilitados por el mismo delito o el de malversación puedan quedar igualmente absueltos y en libertad.

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Ninguno de ellos, en el ejercicio de sus funciones como miembros del Gobierno andaluz, cometió delito alguno al elaborar proyectos presupuestarios, finalmente aprobados por el Parlamento, que incluían una partida que dotaba de financiación a las subvenciones sociolaborales destinadas a socorrer empresas en crisis y agilizar prejubilaciones que afectaron a más de 6.000 trabajadores despedidos de esas empresas con dificultades. Tan legal eran que la Junta de Andalucía sigue, a día de hoy, concediendo tales ayudas. Y eso que eran supuestamente ilegales.

Así que toda la presunta trama, "el caso de corrupción más grande de España", se circunscribe, en realidad, a las tropelías de un fraude. Justamente lo que resaltó uno de los máximos encausados, el expresidente José Antonio Griñán, cuando dijo aquello de “no creo que hubiera un gran plan, pero hubo un gran fraude”.

No era posible, legalmente, elaborar un plan para delinquir, pensando en que todo un Gobierno y un Parlamento se confabulan para urdir una trama. Pero sí hubo fraude a la hora de conceder parte de esas ayudas de manera discrecional y manejar sin el debido rigor fondos públicos por parte de responsables de la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía, que se aprovecharon de la situación y de la confianza depositada en ellos.

A estas alturas de la historia, tras trece años del inicio de la macrocausa y de dos sentencias –de la Audiencia Provincial de Sevilla y del Tribunal Supremo– que condenaron a la cúpula del Gobierno andaluz de un PSOE que llevaba cerca de cuarenta años en el poder, lo que queda del caso ERE es el daño político, personal y reputacional ocasionado a los miembros de aquel Ejecutivo, que se convirtieron en víctimas de la maquinaria judicial puesta en marcha, para regocijo de la derecha que actuó como acusación particular, por la jueza Mercedes Alaya, a la que el dios del lawfare conserve la vista.

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Y no me digan que no parece lawfare la citación, los fallos y otras actuaciones de esta magistrada en medio, precisamente, de campañas electorales u otras ocasiones de gran repercusión política. Sería, si no fuera así, demasiada casualidad. Que puede ser, no digo yo que no.

La cuestión es que ya se va aclarando la verdadera dimensión del famoso caso de corrupción. Y lo que queda de él es el perjuicio a inocentes por razones espurias, a los que vulneraron derechos tan fundamentales como el principio de legalidad penal y la presunción de inocencia.

Y que la cantidad reamente defraudada de tales ayudas no fue, en ningún caso, esas millonadas que la derecha denunciaba con exagerados aspavientos de alarma y que todavía cuantifica de manera burda cada vez que se refiere al caso.

Se va aclarando lo que, desde un principio, ya comentábamos en 2019 en esta misma columna, cuando se conoció la sentencia de la Audiencia de Sevilla. Porque se va aclarando la verdad de una legítima iniciativa gubernamental por la que se crea una partida de más de 700 millones de euros durante diez años (de 2000 a 2009) para subvencionar empresas en crisis, y de los que 80 millones se utilizaron de forma ilegal para beneficiar a menos de cien intrusos entre los más de 6.000 trabajadores prejubilados, pagar sobrecomisiones a agencias de seguros intermediarias y en favorecer a amigos y familiares del entonces director general de Empleo.

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Es decir, se va aclarando que, indudablemente, se cometieron desmanes que debieron ser evitados, aprovechando una medida perfectamente legal, por parte de desaprensivos que no fueron detectados, separados de sus puestos y puestos a disposición judicial al menor indicio de irregularidad o delito.

Pero lo que no se reconoce, aunque era conocido, es que la responsabilidad política por tales desmanes, la de los que fallaron “in vigilando” o “in eligiendo”, había sido asumida a su tiempo mediante ceses y dimisiones más o menos inmediatos.

Que la culpa política fue asumida por quienes estaban concernidos en cuanto se demostraron los hechos. Y que tanto Manuel Chaves como José Antonio Griñán, expresidentes de la Junta, y los exconsejeros Gaspar Zarrías o Francisco Vallejo, entre los 22 dirigentes socialistas condenados por prevaricación y malversación de fondos públicos, dejaron sus cargos o escaños antes o en el momento de ser imputados y se dieron de baja del partido, a pesar de no llevarse ni un euro a sus bolsillos ni realizaron actos o comportamientos contrarios a los deberes inherentes a su cargo.

Pero nada de ello fue suficiente para la derecha en la oposición, ya que vio en aquel caso una oportunidad de oro para tumbar al Gobierno de Andalucía. Y no cejó en su empeño hasta conseguir que el PSOE perdiera el poder y quedara desacreditado ante los andaluces, hasta hoy.

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Y es que la hipocresía siempre le ha funcionado muy bien a los practicantes de la caridad como moral y las cuentas en Suiza como signo de patriotismo. Expertos, también, en el manejo de la Justicia, por la puerta de atrás o la de delante, como recurso nada desdeñable de profesionales del “quien pueda hacer que haga”, lo que sea necesario, para contribuir a los intereses de la derecha. Una derecha para la que, en comparación, Nixon sería un simple aprendiz en conspiraciones, mentiras y tejemanejes.

Lo dicho: al final, la verdad emerge y se va conociendo, aunque ya sea tarde y no tenga remedio. Hoy, lo que queda del caso ERE es el daño ocasionado a la Política, pero también a la percepción de una Justicia independiente y, si me lo permiten, justa o imparcial. Lo que queda es el triste consuelo del “ya lo dijimos”, que para nada sirve ni nada repara. Porque no aprendemos. Ni perdonamos.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM

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