Tras varias semanas alejado del ruido mediático, regreso a casa aturdido por el vocerío escandaloso con el que se manifiesta la lid política. Y no solo aquí, también fuera. Me fui creyendo que la agitación con la que se desenvuelven nuestros representantes se calmaría con la canícula.
Pero constato que ni siquiera en pleno agosto, cuando todos abandonan sus despachos y aparcan la confrontación para tomarse un terapéutico descanso (la lengua, como músculo al fin y al cabo, también necesita aliviar contracturas por exceso de uso), ninguno de ellos ha sido capaz de rebajar la tensión. Tal parece que la viven como si fuera una adicción de la que no pueden librarse, so pena de sufrir el mono de la abstinencia.
El caso es que nuestros líderes patrios continúan erre que erre con que si España se rompe, aunque no acabe de hacerlo; que si el presidente es un felón que se aferra al poder; que el golpe de estado fiscal destrozará la caja de la financiación autonómica; que esta vez Puigdemont regresó de su autoexilio para volver a desaparecer, como por arte de magia, de la opresión del Estado español.
Que si Begoña Gómez –de tanto repetirlo, hemos memorizado el nombre de esta particular– es corrupta hasta las bragas, primero por una cosa y después, por lo que un juez encuentre tras escarbar –lo acusan de instruir prospectivamente– por todas partes; que si dicho juez que la investiga prevarica por empeñarse en ir a la Moncloa en coche azul (¿qué otro color representaría mejor sus intenciones?) para tomar declaración como testigo al presidente.
O si el juez Peinado sufre persecución, ¡pobre magistrado!, por aquellos a los que investiga en los aledaños del Gobierno (en realidad, la imputada es, casualmente, la mujer del presidente del Gobierno); también que si los barones díscolos del PSOE airean en público su disconformidad, como suelen, con lo que haga su secretario general (también, casualmente, presidente del Gobierno). Y así, día sí y el otro también.
Lo malo es que afuera, además, hay un ruido insoportable, una escandalera que enloquece al más pintado. Cuando no es Biden, el abuelito que se sienta en la Casa Blanca, que renuncia al fin a su reelección, es otro abuelo de mejor pelambre y peor leche, tan bocazas como mentiroso, que compite por arrebatarle el sillón de Washington al primero y recibe un balazo en una oreja, cosa que no extraña a nadie en un país con más armas de fuego que habitantes.
O si París bien vale el tedio soporífero de los Juegos Olímpicos a través de las dos cadenas de TVE –dos tazas por si no queríamos una– por ver cuántas medallas nos colgamos; que Maduro vuelve a hacer una fantochada de las suyas, ganando sí o sí las elecciones presidenciales, pero no como Franco, que vencía referendos con el ciento y pico por ciento de votos favorables (y obligatorios, por supuesto).
Que si Israel no se harta de matar (el saldo sale a un miliciano de Hamás o Hezbolá por cada dos mil palestinos inocentes) y que sigue dispuesto a ampliar el genocidio por todo Oriente Próximo (Líbano e Irán parecen próximos objetivos) hasta eliminar a todo aquel que considere enemigo antisemita.
Y que si Putin también continúa con su guerra contra Ucrania, bombardeando hospitales, edificios civiles o mercados, entre otros objetivos “militarmente” estratégicos, en su campaña por seguir desgajando y anexionándose trozos del país invadido. Etcétera.
En fin, un interminable bla, bla, bla de acaloramiento político que ríase usted de las recurrentes olas de calor con las que los informativos rellenan sus espacios estos días veraniegos. Excepto TVE, nuestra televisión de servicio público, que ni hueco halla para ofrecer el pronóstico del tiempo a causa de esas retransmisiones deportivas mañana, tarde y…, si los hubiera, también de noche, hora, en cualquier caso, de los resúmenes medalleros de la jornada.
Una saturación de molestos ruidos que, nada más regresar, ya me hacían sentir como si no hubiera descansado nada durante las vacaciones. Las percibía como si hiciera mucho tiempo de ello y no fuera ayer, sino hace meses que estuve con los pies hundidos en la arena mojada de la playa, sentado en una silla bajo la sombra de una sombrilla y con un libro sobre las rodillas, dejándome acariciar por la brisa marina, extasiado con la inmensidad del horizonte y el murmullo de las olas. Aquello era paz y tranquilidad: lo más cercano a la felicidad.
Sin embargo, lo más curioso era que, aparte de los catastrofismos apocalípticos que generaban tanto ruido, también existían sonidos agradables que, solapados por aquellos, apenas eran audibles, cual susurros en medio del griterío. Como si fueran preferibles los primeros, por resultar más rentables mediática y políticamente, que los segundos, o se vendiera mejor y más caro el odio y la bronca que las cosas del comer.
Y es curioso porque, a la par de lo ruidoso, también había voces que anunciaban que el Producto Interior Bruto (PIB) había crecido, lo que significa que la economía crece y se muestra más activa que la media europea; y que el Índice de Precios al Consumo (IPC) había sido del 2,8 por ciento, seis décimas inferior al del mes anterior, dejando la inflación acumulada de 2024 en el 2,2 por ciento. Es decir, que bajan los precios, aunque poco se note en la cesta del supermercado.
También desciende el paro, situando en poco más de dos millones y medio el número de personas sin empleo, la cifra más baja desde hace dieciséis años. No parece que sea interesante anunciar que hay más empleo y más oportunidades de trabajo.
De hecho, este verano está siendo de récord en cuanto al número de turistas que vienen aquí a gastarse los cuartos, disfrutando de nuestro sol y nuestras paellas. Hay tantos turistas que algunas ciudades empiezan a estar hartas de soportar guiris por doquier. Porque también hacen ruido y ocasionan el encarecimiento de recursos y servicios, como la vivienda o la hostelería, haciendo que una cerveza, por ejemplo, cueste más de cinco euros en cualquier tasca de barrio… turístico.
En definitiva, que regreso de la playa para introducirme en una olla de grillos, todos chillando de manera estridente e imparable. Un ruido ensordecedor que brota nada más abrir el periódico, encender la televisión o escuchar la radio. Y no te digo nada si navegas por las redes sociales e Internet.
Con lo bien que estaba yo en la playa, no solo por la belleza paisajística y la placidez emocional, sino además porque estaba aislado de tanto ruido ambiental, como el que genera la política y transmiten, amplificándolo, los medios de comunicación de masas. No sé si se habrán dado cuenta: lo que me pasa es que me está costando retomar la rutina. Y que, lo peor, es que me queda todo un año para volver a interrumpirla. ¡Que lo pasen bien!
Pero constato que ni siquiera en pleno agosto, cuando todos abandonan sus despachos y aparcan la confrontación para tomarse un terapéutico descanso (la lengua, como músculo al fin y al cabo, también necesita aliviar contracturas por exceso de uso), ninguno de ellos ha sido capaz de rebajar la tensión. Tal parece que la viven como si fuera una adicción de la que no pueden librarse, so pena de sufrir el mono de la abstinencia.
El caso es que nuestros líderes patrios continúan erre que erre con que si España se rompe, aunque no acabe de hacerlo; que si el presidente es un felón que se aferra al poder; que el golpe de estado fiscal destrozará la caja de la financiación autonómica; que esta vez Puigdemont regresó de su autoexilio para volver a desaparecer, como por arte de magia, de la opresión del Estado español.
Que si Begoña Gómez –de tanto repetirlo, hemos memorizado el nombre de esta particular– es corrupta hasta las bragas, primero por una cosa y después, por lo que un juez encuentre tras escarbar –lo acusan de instruir prospectivamente– por todas partes; que si dicho juez que la investiga prevarica por empeñarse en ir a la Moncloa en coche azul (¿qué otro color representaría mejor sus intenciones?) para tomar declaración como testigo al presidente.
O si el juez Peinado sufre persecución, ¡pobre magistrado!, por aquellos a los que investiga en los aledaños del Gobierno (en realidad, la imputada es, casualmente, la mujer del presidente del Gobierno); también que si los barones díscolos del PSOE airean en público su disconformidad, como suelen, con lo que haga su secretario general (también, casualmente, presidente del Gobierno). Y así, día sí y el otro también.
Lo malo es que afuera, además, hay un ruido insoportable, una escandalera que enloquece al más pintado. Cuando no es Biden, el abuelito que se sienta en la Casa Blanca, que renuncia al fin a su reelección, es otro abuelo de mejor pelambre y peor leche, tan bocazas como mentiroso, que compite por arrebatarle el sillón de Washington al primero y recibe un balazo en una oreja, cosa que no extraña a nadie en un país con más armas de fuego que habitantes.
O si París bien vale el tedio soporífero de los Juegos Olímpicos a través de las dos cadenas de TVE –dos tazas por si no queríamos una– por ver cuántas medallas nos colgamos; que Maduro vuelve a hacer una fantochada de las suyas, ganando sí o sí las elecciones presidenciales, pero no como Franco, que vencía referendos con el ciento y pico por ciento de votos favorables (y obligatorios, por supuesto).
Que si Israel no se harta de matar (el saldo sale a un miliciano de Hamás o Hezbolá por cada dos mil palestinos inocentes) y que sigue dispuesto a ampliar el genocidio por todo Oriente Próximo (Líbano e Irán parecen próximos objetivos) hasta eliminar a todo aquel que considere enemigo antisemita.
Y que si Putin también continúa con su guerra contra Ucrania, bombardeando hospitales, edificios civiles o mercados, entre otros objetivos “militarmente” estratégicos, en su campaña por seguir desgajando y anexionándose trozos del país invadido. Etcétera.
En fin, un interminable bla, bla, bla de acaloramiento político que ríase usted de las recurrentes olas de calor con las que los informativos rellenan sus espacios estos días veraniegos. Excepto TVE, nuestra televisión de servicio público, que ni hueco halla para ofrecer el pronóstico del tiempo a causa de esas retransmisiones deportivas mañana, tarde y…, si los hubiera, también de noche, hora, en cualquier caso, de los resúmenes medalleros de la jornada.
Una saturación de molestos ruidos que, nada más regresar, ya me hacían sentir como si no hubiera descansado nada durante las vacaciones. Las percibía como si hiciera mucho tiempo de ello y no fuera ayer, sino hace meses que estuve con los pies hundidos en la arena mojada de la playa, sentado en una silla bajo la sombra de una sombrilla y con un libro sobre las rodillas, dejándome acariciar por la brisa marina, extasiado con la inmensidad del horizonte y el murmullo de las olas. Aquello era paz y tranquilidad: lo más cercano a la felicidad.
Sin embargo, lo más curioso era que, aparte de los catastrofismos apocalípticos que generaban tanto ruido, también existían sonidos agradables que, solapados por aquellos, apenas eran audibles, cual susurros en medio del griterío. Como si fueran preferibles los primeros, por resultar más rentables mediática y políticamente, que los segundos, o se vendiera mejor y más caro el odio y la bronca que las cosas del comer.
Y es curioso porque, a la par de lo ruidoso, también había voces que anunciaban que el Producto Interior Bruto (PIB) había crecido, lo que significa que la economía crece y se muestra más activa que la media europea; y que el Índice de Precios al Consumo (IPC) había sido del 2,8 por ciento, seis décimas inferior al del mes anterior, dejando la inflación acumulada de 2024 en el 2,2 por ciento. Es decir, que bajan los precios, aunque poco se note en la cesta del supermercado.
También desciende el paro, situando en poco más de dos millones y medio el número de personas sin empleo, la cifra más baja desde hace dieciséis años. No parece que sea interesante anunciar que hay más empleo y más oportunidades de trabajo.
De hecho, este verano está siendo de récord en cuanto al número de turistas que vienen aquí a gastarse los cuartos, disfrutando de nuestro sol y nuestras paellas. Hay tantos turistas que algunas ciudades empiezan a estar hartas de soportar guiris por doquier. Porque también hacen ruido y ocasionan el encarecimiento de recursos y servicios, como la vivienda o la hostelería, haciendo que una cerveza, por ejemplo, cueste más de cinco euros en cualquier tasca de barrio… turístico.
En definitiva, que regreso de la playa para introducirme en una olla de grillos, todos chillando de manera estridente e imparable. Un ruido ensordecedor que brota nada más abrir el periódico, encender la televisión o escuchar la radio. Y no te digo nada si navegas por las redes sociales e Internet.
Con lo bien que estaba yo en la playa, no solo por la belleza paisajística y la placidez emocional, sino además porque estaba aislado de tanto ruido ambiental, como el que genera la política y transmiten, amplificándolo, los medios de comunicación de masas. No sé si se habrán dado cuenta: lo que me pasa es que me está costando retomar la rutina. Y que, lo peor, es que me queda todo un año para volver a interrumpirla. ¡Que lo pasen bien!
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: ARCHIVO
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