Hay frases de pensadores, escritores o políticos que se han hecho tan famosas que, imagino, la gente las habrá escuchado alguna vez en su vida. Entre ellas se encuentra “Pienso, luego existo”, que escribiera el filósofo francés René Descartes (1596-1650), cuando quería construir su sistema de filosófico a partir de algo tan seguro como es el propio pensamiento y derivar de él la confianza en la existencia de la propia realidad que nos rodea y de la que formamos parte.
Es cierto que muchos han cuestionado esta especie de aforismo indicando que “para pensar primero hay que existir”. Pero, en fin, no vamos a entrar en dilemas de tanta enjundia, dado que lo que voy a contar es una anécdota, aunque sustanciosa, ya que, en el fondo y en gran medida, expresa una convicción que motiva a la gente joven (y no tan joven) en este mundo de las apariencias en el que nos movemos.
Pues bien, se trata de unos comentarios que escuché entre una madre y una hija en una tienda de ropa deportiva, cuando acompañé a mi sobrina Maribel, que venía de Suiza a Córdoba con sus dos hijos adolescentes y entramos en esa tienda para que Flora les regalara algo que a ellos les gustara.
Como antes de entrar llevábamos bastante tiempo de caminata recorriendo el centro de la ciudad, al rato me senté en una especie de asiento bajo que había al lado de los productos de una marca de ropa deportiva muy conocida. En esos momentos se acercaron una madre y su hija. Ella quería que le comprara una camiseta de color magenta con el logotipo de Adidas bien visible por la parte delantera.
Al ver la madre el precio que tenía, sorprendida, le dice: “¡Pero si es muy cara! ¡Te aseguro que una exactamente igual la podemos comprar en una tienda del barrio valiendo solo cuatro o cinco euros!”.
“¡Ya, claro! ¡Pero es que no es igual! La que tú me dices no tiene puesta la marca de Adidas”, le responde la hija con rostro suplicante y compungido.
La madre, manteniendo un suspiro contenido, intenta convencerla. “¿Y a ti qué más te da, si tiene o no una marca? Lo importante es que sea de tu talla y del color que tanto te gusta, que es precisamente este. Fíjate que esta vale cinco o seis veces más que aquella, y solamente por tener la marca puesta te cobran lo que a ellos les dan la gana”.
“¡Pero, mamá, es que no te enteras! ¡Si yo voy al instituto con la camiseta del barrio nadie me va a hacer caso! ¡En cambio, si llevo esta todos me mirarán! ¿No te das cuenta de la diferencia?”, remarca con cierto enojo la hija, insistiendo en que si no viste con la de Adidas incluso creerán que se la han comprado en un mercadillo, lo que sería el colmo de la vergüenza que puede padecer entre sus amigas.
Siendo consciente de que, a mi pesar, estaba escuchando una conversación ajena, hice como si no me enterase de nada, por lo que mantenía la mirada un tanto extraviada, moviéndola de un lado para otro, contemplando la cantidad y los infinitos modelos de zapatillas deportivas que había en la pared de frente hasta desplazarla hacia los dos figurines que se mostraban tras los cristales que nos separaban el centro de la calle.
Comprobé que al final la madre cedió ante las presiones (¿Quién se puede resistir a los argumentos de una hija que tenazmente insiste en que la van a marginar y pasará un montón de vergüenza porque pasará desapercibida al no llevar puesta su marca favorita?). Finalmente, ambas se alejaron del sitio en el que me encontraba. La chica, ya sonriente, portaba en sus manos la camiseta de Adidas como si en esos momentos fuera el bien más preciado que podía alcanzar.
En mis adentros no me quedó más remedio que darle la razón a esa adolescente que, imagino, sin saber quién era el tal Descartes, ella desplazaba el significado de la existencia en este convulso e incierto mundo al hecho de que los demás te miren y se fijen en ti. A fin de cuenta, es lo que esta sociedad de las redes digitales nos está constantemente diciendo: que nuestro valor reside no en lo que somos, sino en la imagen que damos a los demás y en el que seamos el polo de atracción de todas las miradas nos rodean.
Es cierto que muchos han cuestionado esta especie de aforismo indicando que “para pensar primero hay que existir”. Pero, en fin, no vamos a entrar en dilemas de tanta enjundia, dado que lo que voy a contar es una anécdota, aunque sustanciosa, ya que, en el fondo y en gran medida, expresa una convicción que motiva a la gente joven (y no tan joven) en este mundo de las apariencias en el que nos movemos.
Pues bien, se trata de unos comentarios que escuché entre una madre y una hija en una tienda de ropa deportiva, cuando acompañé a mi sobrina Maribel, que venía de Suiza a Córdoba con sus dos hijos adolescentes y entramos en esa tienda para que Flora les regalara algo que a ellos les gustara.
Como antes de entrar llevábamos bastante tiempo de caminata recorriendo el centro de la ciudad, al rato me senté en una especie de asiento bajo que había al lado de los productos de una marca de ropa deportiva muy conocida. En esos momentos se acercaron una madre y su hija. Ella quería que le comprara una camiseta de color magenta con el logotipo de Adidas bien visible por la parte delantera.
Al ver la madre el precio que tenía, sorprendida, le dice: “¡Pero si es muy cara! ¡Te aseguro que una exactamente igual la podemos comprar en una tienda del barrio valiendo solo cuatro o cinco euros!”.
“¡Ya, claro! ¡Pero es que no es igual! La que tú me dices no tiene puesta la marca de Adidas”, le responde la hija con rostro suplicante y compungido.
La madre, manteniendo un suspiro contenido, intenta convencerla. “¿Y a ti qué más te da, si tiene o no una marca? Lo importante es que sea de tu talla y del color que tanto te gusta, que es precisamente este. Fíjate que esta vale cinco o seis veces más que aquella, y solamente por tener la marca puesta te cobran lo que a ellos les dan la gana”.
“¡Pero, mamá, es que no te enteras! ¡Si yo voy al instituto con la camiseta del barrio nadie me va a hacer caso! ¡En cambio, si llevo esta todos me mirarán! ¿No te das cuenta de la diferencia?”, remarca con cierto enojo la hija, insistiendo en que si no viste con la de Adidas incluso creerán que se la han comprado en un mercadillo, lo que sería el colmo de la vergüenza que puede padecer entre sus amigas.
Siendo consciente de que, a mi pesar, estaba escuchando una conversación ajena, hice como si no me enterase de nada, por lo que mantenía la mirada un tanto extraviada, moviéndola de un lado para otro, contemplando la cantidad y los infinitos modelos de zapatillas deportivas que había en la pared de frente hasta desplazarla hacia los dos figurines que se mostraban tras los cristales que nos separaban el centro de la calle.
Comprobé que al final la madre cedió ante las presiones (¿Quién se puede resistir a los argumentos de una hija que tenazmente insiste en que la van a marginar y pasará un montón de vergüenza porque pasará desapercibida al no llevar puesta su marca favorita?). Finalmente, ambas se alejaron del sitio en el que me encontraba. La chica, ya sonriente, portaba en sus manos la camiseta de Adidas como si en esos momentos fuera el bien más preciado que podía alcanzar.
En mis adentros no me quedó más remedio que darle la razón a esa adolescente que, imagino, sin saber quién era el tal Descartes, ella desplazaba el significado de la existencia en este convulso e incierto mundo al hecho de que los demás te miren y se fijen en ti. A fin de cuenta, es lo que esta sociedad de las redes digitales nos está constantemente diciendo: que nuestro valor reside no en lo que somos, sino en la imagen que damos a los demás y en el que seamos el polo de atracción de todas las miradas nos rodean.
AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: AURELIANO SÁINZ