La relación de Puerto Rico con los Estados Unidos de América (EE UU), de la que es colonia desde que España se la “cedió” en 1898 tras la guerra hispano-norteamericana, siempre ha estado marcada por los prejuicios racistas de la potencia. Pero nunca como hasta ahora ha alcanzado tal cota de desprecio y desconsideración como la que exhibe el expresidente y actual candidato republicano Donald Trump cuando se refiere a la isla y a sus habitantes.
Su actuación pasada desde la Casa Blanca y las soflamas que hoy pronuncia como candidato reflejan no solo el escaso nivel intelectual de un personaje que agrede innecesariamente a una parte relevante de la población norteamericana (los puertorriqueños tienen nacionalidad norteamericana) sino, además, la catadura moral de quien se vale del insulto gratuito para descalificar lo que no se acomoda a sus particulares intereses electorales y, llegado el caso, sus objetivos políticos una vez acceda, si Kamala Harris no lo impide, otra vez al poder.
La demagogia y las mentiras han sido y son los habituales recursos dialécticos del neofascista Trump en sus intervenciones, hasta el punto de que ya nadie se molesta en contabilizarlos, como hizo durante un tiempo en su anterior mandato el diario The Washington Post, que le descubrió más de 20.000 declaraciones falsas o engañosas, a un ritmo de 50 mentiras diarias.
Pero cuando pretende ser sutil, invita como teloneros en sus discursos a seguidores entusiastas de sus ideas y modales para que verbalicen lo que él debe callar para no perder votantes. Es lo que sucedió hace poco en un mitin en el Madison Square Garden de Nueva York, en el que el cómico Tony Hinchcliffe se permitió la gracieta de calificar Puerto Rico como “isla flotante de basura en medio del océano”.
El que lo contrató se ha tronchado de risa en su mansión de Mar-a-Lago, en Palm Beach (Florida). Y tan satisfecho quedó con la actuación de su palmero que aquellos exabruptos le parecieron un “festival de amor absoluto, y fue un honor para mí participar”.
Me imagino que a los puertorriqueños no les halagará que los tilden de "basura" y que, encima, deban aceptar tal calificativo como una muestra de amor de Donald Trump. Ni a los puertorriqueños que habitan en la isla ni a los seis millones que viven en EE UU.
La zafiedad de los insultos descalifica a quien los pronuncia y los consiente, sea payaso o un ricachón populista e inmoral. Y me imagino, también, que pocos serán, entre los nacidos en esa isla del Caribe, que aplaudirán los cánticos de odio y sectarismo que denotan tales declaraciones de “amor” del republicano hacia el ciudadano de origen hispano, concretamente puertorriqueño, de EE UU.
Y puestos a imaginar, pienso que no serán muchos los votos que consiga el ínclito candidato bocazas en Puerto Rico y en aquellos estados con importante población hispana. Hay que tener en cuenta que los latinos representan el 15 por ciento del electorado total del país. Pero, claro, todo son imaginaciones mías.
Lo que no es imaginación es que las ofensas de Trump hacia Puerto Rico no son nuevas. Ya en 2017, cuando el huracán María devastó la isla provocando grandes destrozos, el fallo del sistema eléctrico en toda la isla, muchos lugares sin acceso a agua potable y más de 2.900 muertos, el entonces presidente norteamericano no solo retrasó o limitó las ayudas federales a la recuperación del Estado Libre Asociado, sino que se permitió la mofa de repartir rollos de papel de cocina, durante una visita relámpago de cinco horas a la isla, como si fuera lo único que necesitasen los damnificados de Puerto Rico.
Mayor muestra de insensibilidad con los afectados por parte del presidente de EE UU no se ha visto nunca, hasta ahora, cuando permitió que en un mitin se volviera a exhibir ese odio racial hacia los puertorriqueños, como si fueran ciudadanos norteamericanos de segunda clase.
Tan de acuerdo estuvo el candidato Trump con la bazofia vomitada por un cómico que no solo no le recriminó tales mensajes racistas sino que ni siquiera se ha disculpado por ello, como le pidió el arzobispo de Puerto Rico en un comunicado.
A horas de las elecciones, ignoro si Donald Trump volverá a ser presidente de EE UU, pero sé que si llegara a la Casa Blanca, los hispanos en general, y los puertorriqueños en particular, verán otra vez restringidos o cercenados muchos de sus derechos y libertades.
El muro que continuará levantado el populista republicano entre los supremacistas blancos y el resto de etnias y razas de conforman la sociedad estadounidense será miserablemente enorme, como el que se empeña en completar a todo lo largo de la frontera con México.
No sé si Trump vencerá en estas elecciones, pero si sé que, si pudiera votar, mi voto hispano no lo conseguiría. El modelo de democracia iliberal que propugna, en la que puede ignorar o eludir su responsabilidad y los límites constitucionales (como se deduce de las causas judiciales que tiene abiertas), un modelo que rechaza la pluralidad y la protección de las minorías, que criminaliza la inmigración y que es negacionista de la violencia machista, del cambio climático y de la lucha por la igualdad de la mujer, no es la democracia en la que todos los ciudadanos, sin importar condición, se puedan sentir representados, amparados y protegidos.
No lo votaría porque ya sabemos cómo actuará Trump, aquel misógino que extendió los ataques al feminismo y eligió jueces ultraconservadores que limitaron el derecho al aborto; el que eliminó el castellano de la página web de la Casa Blanca; el que ordenó separar a niños de sus padres inmigrantes en la frontera; el que no condenaba los actos de violencia contra los negros; el que pretendía repatriar a los hijos nacidos en EE UU de inmigrantes indocumentados; el que dejaría que Rusia invadiera totalmente a Ucrania y permitiría a Israel acabar con los palestinos para infestar sus territorios de colonias judías; el que, en definitiva, representaría el mayor peligro para la democracia no solo en EE UU, sino en todo el planeta, pues la legalidad internacional es para él papel mojado.
Donald Trump, como los Orbán, Putin, Milei, Bolsonaro, Wilders, Le Pen, Meloni y tantos otros, sin olvidar al Abascal español, defiende una democracia en la que el sectarismo y la desigualdad ahondarían sus nefastos efectos, causando división y odio en la sociedad.
Un odio racial hacia minorías desfavorecidas, que se consideran basura. Un energúmeno así no puede llegar a ser presidente de todos los norteamericanos, incluidos los puertorriqueños. Por eso, si por mí fuera, lo despediría como él solía hacer en un programa televisivo: You're fired, Mr. Trump!
Su actuación pasada desde la Casa Blanca y las soflamas que hoy pronuncia como candidato reflejan no solo el escaso nivel intelectual de un personaje que agrede innecesariamente a una parte relevante de la población norteamericana (los puertorriqueños tienen nacionalidad norteamericana) sino, además, la catadura moral de quien se vale del insulto gratuito para descalificar lo que no se acomoda a sus particulares intereses electorales y, llegado el caso, sus objetivos políticos una vez acceda, si Kamala Harris no lo impide, otra vez al poder.
La demagogia y las mentiras han sido y son los habituales recursos dialécticos del neofascista Trump en sus intervenciones, hasta el punto de que ya nadie se molesta en contabilizarlos, como hizo durante un tiempo en su anterior mandato el diario The Washington Post, que le descubrió más de 20.000 declaraciones falsas o engañosas, a un ritmo de 50 mentiras diarias.
Pero cuando pretende ser sutil, invita como teloneros en sus discursos a seguidores entusiastas de sus ideas y modales para que verbalicen lo que él debe callar para no perder votantes. Es lo que sucedió hace poco en un mitin en el Madison Square Garden de Nueva York, en el que el cómico Tony Hinchcliffe se permitió la gracieta de calificar Puerto Rico como “isla flotante de basura en medio del océano”.
El que lo contrató se ha tronchado de risa en su mansión de Mar-a-Lago, en Palm Beach (Florida). Y tan satisfecho quedó con la actuación de su palmero que aquellos exabruptos le parecieron un “festival de amor absoluto, y fue un honor para mí participar”.
Me imagino que a los puertorriqueños no les halagará que los tilden de "basura" y que, encima, deban aceptar tal calificativo como una muestra de amor de Donald Trump. Ni a los puertorriqueños que habitan en la isla ni a los seis millones que viven en EE UU.
La zafiedad de los insultos descalifica a quien los pronuncia y los consiente, sea payaso o un ricachón populista e inmoral. Y me imagino, también, que pocos serán, entre los nacidos en esa isla del Caribe, que aplaudirán los cánticos de odio y sectarismo que denotan tales declaraciones de “amor” del republicano hacia el ciudadano de origen hispano, concretamente puertorriqueño, de EE UU.
Y puestos a imaginar, pienso que no serán muchos los votos que consiga el ínclito candidato bocazas en Puerto Rico y en aquellos estados con importante población hispana. Hay que tener en cuenta que los latinos representan el 15 por ciento del electorado total del país. Pero, claro, todo son imaginaciones mías.
Lo que no es imaginación es que las ofensas de Trump hacia Puerto Rico no son nuevas. Ya en 2017, cuando el huracán María devastó la isla provocando grandes destrozos, el fallo del sistema eléctrico en toda la isla, muchos lugares sin acceso a agua potable y más de 2.900 muertos, el entonces presidente norteamericano no solo retrasó o limitó las ayudas federales a la recuperación del Estado Libre Asociado, sino que se permitió la mofa de repartir rollos de papel de cocina, durante una visita relámpago de cinco horas a la isla, como si fuera lo único que necesitasen los damnificados de Puerto Rico.
Mayor muestra de insensibilidad con los afectados por parte del presidente de EE UU no se ha visto nunca, hasta ahora, cuando permitió que en un mitin se volviera a exhibir ese odio racial hacia los puertorriqueños, como si fueran ciudadanos norteamericanos de segunda clase.
Tan de acuerdo estuvo el candidato Trump con la bazofia vomitada por un cómico que no solo no le recriminó tales mensajes racistas sino que ni siquiera se ha disculpado por ello, como le pidió el arzobispo de Puerto Rico en un comunicado.
A horas de las elecciones, ignoro si Donald Trump volverá a ser presidente de EE UU, pero sé que si llegara a la Casa Blanca, los hispanos en general, y los puertorriqueños en particular, verán otra vez restringidos o cercenados muchos de sus derechos y libertades.
El muro que continuará levantado el populista republicano entre los supremacistas blancos y el resto de etnias y razas de conforman la sociedad estadounidense será miserablemente enorme, como el que se empeña en completar a todo lo largo de la frontera con México.
No sé si Trump vencerá en estas elecciones, pero si sé que, si pudiera votar, mi voto hispano no lo conseguiría. El modelo de democracia iliberal que propugna, en la que puede ignorar o eludir su responsabilidad y los límites constitucionales (como se deduce de las causas judiciales que tiene abiertas), un modelo que rechaza la pluralidad y la protección de las minorías, que criminaliza la inmigración y que es negacionista de la violencia machista, del cambio climático y de la lucha por la igualdad de la mujer, no es la democracia en la que todos los ciudadanos, sin importar condición, se puedan sentir representados, amparados y protegidos.
No lo votaría porque ya sabemos cómo actuará Trump, aquel misógino que extendió los ataques al feminismo y eligió jueces ultraconservadores que limitaron el derecho al aborto; el que eliminó el castellano de la página web de la Casa Blanca; el que ordenó separar a niños de sus padres inmigrantes en la frontera; el que no condenaba los actos de violencia contra los negros; el que pretendía repatriar a los hijos nacidos en EE UU de inmigrantes indocumentados; el que dejaría que Rusia invadiera totalmente a Ucrania y permitiría a Israel acabar con los palestinos para infestar sus territorios de colonias judías; el que, en definitiva, representaría el mayor peligro para la democracia no solo en EE UU, sino en todo el planeta, pues la legalidad internacional es para él papel mojado.
Donald Trump, como los Orbán, Putin, Milei, Bolsonaro, Wilders, Le Pen, Meloni y tantos otros, sin olvidar al Abascal español, defiende una democracia en la que el sectarismo y la desigualdad ahondarían sus nefastos efectos, causando división y odio en la sociedad.
Un odio racial hacia minorías desfavorecidas, que se consideran basura. Un energúmeno así no puede llegar a ser presidente de todos los norteamericanos, incluidos los puertorriqueños. Por eso, si por mí fuera, lo despediría como él solía hacer en un programa televisivo: You're fired, Mr. Trump!
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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