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Daniel Guerrero | Despidamos el año en paz

Decimos adiós al año 2024, en España, con una economía que va mejor que bien, pero en que la diatriba política y la polarización social están más que mal, fatal. Este podría ser el escueto resumen de un año complicado y ruidoso, cargado de complejos problemas de nunca fácil ni rápida solución.


Y de un tiempo en el que todos gritan y casi nadie escucha ni atiende a razones, argumentando sólo con eslóganes prefabricados o compartiendo bulos de cínicos o de ignorantes, reproducidos hasta la saciedad. Tan es así que las expectativas de la gente, cuando se les pregunta o las airean en la barra de un bar, parecen presentir un futuro aun más negro, como si acabáramos de salir de una guerra y nos aguardaran días de penurias y racionamientos.

A esta percepción pesimista contribuye la extrema debilidad de un Gobierno dependiente en grado sumo de acuerdos a izquierda y derecha del Congreso, imposibilitado para sacar adelante ninguna iniciativa sin el beneplácito, a veces parecido al chantaje, de unos y otros socios.

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Un Gobierno que, desde el primer día, nació con el estigma de ilegítimo e indigno, y al que desde entonces se le ha querido tumbar por cualquier medio sin esperar al único modo saludable en democracia: mediante las urnas y con propuestas de actuación alternativas que convenzan a los ciudadanos.

Aparte de una oposición frontal que se niega a reconocer ningún mérito, hay que añadir los frentes judiciales que acosan al Gobierno, debido a demandas por corrupción, algunas infundadas y basadas en recortes de prensa, que afectan a un exministro, rápidamente expulsado del partido, y a familiares del presidente del Ejecutivo (esposa y un hermano), acusados, a pesar de las indagaciones, sin pruebas ni indicios sólidos. Una situación, en cualquier caso, delicada en la que se entremezclan el lawfare con la instrucción sumarial rigurosa y la propaganda política con la intoxicación mediática. Al parecer, es el signo de los tiempos.

No resulta extraño, por tanto, que la impresión que tenga una gran parte de la población sea de franca desconfianza y amarga decepción, aun cuando la ejecutoria gubernamental pueda considerarse meritoria, con 15 leyes aprobadas este año –25 si se suman los decretos leyes convalidados (más de dos leyes al mes)–, sobre asuntos tan relevantes como la reforma de la Constitución para retirar el término “disminuido” a las personas con discapacidad. U otras de carácter social que hacen referencia a la suspensión de los desahucios hipotecarios, los subsidios de desempleo o las ayudas por la dana, sin olvidar la ley ELA y otras.

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No obstante, nadie parece estar contento de cómo le va, aunque le vaya relativamente bien, a pesar de que el número de personas con empleo marca registros históricos, los salarios recuperan poco a poco poder adquisitivo y emerge tras el horizonte la posibilidad de trabajar menos horas semanales sin que la nómina se resienta.

Son pocos los que admiten la buena marcha de la economía, salvo The Economist, para cuyos expertos la de España es la economía que mejor se comporta de toda la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). O la propia Unión Europea, que confirma con sus estadísticas que la economía española crece más que la media.

Tampoco parece valorarse que vivamos en una sociedad más abierta y tolerante que nunca, en la que ya no nos asombra ni son delitos el aborto, la orientación sexual o los matrimonios homosexuales. Y donde el sistema educativo, aunque perfectamente mejorable, permite la escolarización obligatoria de todo niño en España, nazca donde nazca, y que el analfabetismo sea un vago recuerdo de épocas felizmente superadas.

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Ni que enfermar no suponga mayor problema que el de acudir a un hospital de la sanidad pública para que sus profesionales nos atiendan con la capacidad y la preparación que envidian en otros países mucho más ricos que el nuestro.

Los escépticos mantienen esta sensación negativa aunque la inflación y los precios –incluidos los de la gasolina y la electricidad– estén bajo control, el salario mínimo vuelva a subir, las pensiones se revaloricen conforme al IPC, y continúen las ayudas –nunca suficientes ni inmediatas– a los más vulnerables y desfavorecidos de la sociedad.

O, incluso, cuando se destinen ingentes cantidades en medios y recursos a los afectados por desgracias naturales imprevistas, como han sido la erupción de un volcán, unas inundaciones devastadoras o una pandemia de carácter internacional, todo ello concentrado en poco más de un lustro, sin contar los efectos económicos y comerciales de una guerra en el continente.

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Nada de lo positivo nos alegra. Al contrario, nos disponemos a despedir el año creyendo que los inmigrantes nos invaden y constituyen un grave problema porque están vinculados con la delincuencia u otros riesgos catastróficos, como se encargan de propalar los bulos xenófobos dictados por sectores conservadores y de extrema derecha.

O que la burocracia de la Unión Europea, ese mercado continental al que tenemos acceso de manera prácticamente ilimitado, empobrece nuestra agricultura con sus normas y controles. Y que las paradas biológicas para no esquilmar determinadas especies, los límites de capturas y otras regulaciones similares solo sirven para que desaparezca la industria pesquera de nuestro país en beneficio de la foránea.

Esta negatividad sobre nuestras capacidades y potencialidades como país se expresa de manera recurrente cada vez que, con el final del año, enfrentamos un nuevo ciclo embargados de desánimo y pesimismo, sin pensar que el futuro será lo que queramos que sea, siempre y cuando el diagnóstico del presente no nuble o distorsione las expectativas del porvenir.

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Un futuro luminoso que puede estar al alcance con solo darnos cuenta de lo que tenemos y de lo que anhelamos en beneficio de todos. Y sobre todo, si asumimos el pensamiento del Kant más antropólogo cuando aventuraba aquello de que el género humano ha estado progresando siempre hacia lo mejor y así continuará en lo sucesivo, gracias al primado de la racionalidad.

Pero yo, en contra de mi optimismo, no aseguraría tanto, máxime cuando Trump –que jamás ha leído a Kant ni a ningún filósofo– vuelve por sus fueros; los palestinos siguen siendo masacrados en un genocidio prácticamente televisado; más de 11.000 inmigrantes han muerto ahogados este año tratando de llegar a nuestras costas; Putin amenaza con una guerra de misiles al resto del mundo; Miley no se desprende de su grosera motosierra, y tantos otros que convierten este planeta en un lugar inhóspito, triste y desagradable.

Aun así, o precisamente por eso, apelaría, al menos, a que despidamos el año con esperanza y en paz. Con esperanza en nuestra racionalidad y en paz con nosotros mismos, pacíficos habitantes de un país tan privilegiado, en clima, recursos, culturas e ingenio, como el nuestro. No creáis que es poco pedir para el 2025.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM

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