Una vez terminada la II Residencia de Literatura y Medio Ambiente, me vuelve esa sensación de frío editorial que se me quedó instalada en los huesos hace muchos años, cuando empezaba a fantasear con algún día poder llamarme escritor. Después de hablar con los colegas, para recordarme las decisiones que un día llegué a tomar y por qué lo hice, mi cuerpo reacciona zarandeando la nube en la que mi imaginación planea algún salto al abismo.
Sé que a veces, esas experiencias osadas e inconscientes son las que marcan tu futuro, te posicionan en el mapa y te destacan entre el numerosísimo grupo de aspirantes que se postulan con sus proyectos y manuscritos. Además, como siempre repiten los optimistas, "el no ya lo tienes", "los trenes pasan todos los días" y "algún día estarás en el sitio y en el momento adecuados".
Yo me considero un seudooptimista. Aún mantengo esos ratitos de ensoñación, esperanza y calorcito en el corazón, que me permiten permanecer activo, acurrucarme en la paciencia y ser constante. Pero mi parte práctica, por la experiencia acumulada, me hace estar en contacto con el suelo, aunque a veces sea solo con el meñique del pie.
Desde que me planteé publicar mis primeros escritos aposté por la autoedición. Reconociendo mis limitaciones y las grandes dificultades para acceder a una editorial convencional de reconocido prestigio, decidí marcar mi propio ritmo, confiando en ir avanzando aunque fuese muy despacio, abriendo alguna puerta que otra y, como vulgarmente se dice, "haciendo callo".
No me arrepiento. Creo que acerté, a pesar de que, para algunas ayudas de edición del Ministerio de Cultura, los autoeditados no existan; algunas librerías no los quieran en sus estanterías; en determinadas ferias del libro estén vetados; u otros escritores te miren por encima del hombro porque una pequeña editorial, que te obliga a vender un número determinado de libros para recuperar su inversión, confíe en ti.
Esas editoriales, que se hacen llamar "convencionales", funcionan como una autoedición encubierta, con la diferencia de que se quedan parte de los derechos por unos cuantos años, o de por vida, en todos los territorios terrestres y extraterrestres, impidiéndote recuperar tu obra, aunque a ellos ya no les interese, y las apuestas que hagan, en materia de presentaciones y de difusión por las librerías, sean inexistentes.
Tengo compañeros que para regalar sus propios libros deben comprarlos, pedir permiso para hacer cualquier actividad con ellos, organizar sus propias presentaciones, fiarse de las ventas que les dicen tener y recibir ridículas regalías. Pero sacan pecho y consideran que ellos sí se pueden llamar escritores, porque luego, para rellenar su programación en las ferias del libro, los invitan a firmar en sus casetas, y parece que cuanto más lejos esté la feria, más importantes son.
Solo en una ocasión mandé un cuento a una editorial, y ante su silencio, ni un mísero correo de agradecimiento o de "ya le avisaremos", dije "nunca más". Eso no significa que descarte hacerlo o que pueda escuchar las propuestas que algún día me lleguen, pero mucho deben cambiar las cosas para que dé mi brazo a torcer.
Algunos, ante mi pensamiento sobre las editoriales, con la boca grande, pero siempre a las espaldas, me llaman "cínico", "mediocre", "envidioso", "conformista", "orgulloso", "poco humilde", mientras esconden sus miserias tras su ego, las cuentan de pasada y con la boquita pequeña.
Aunque suene a justificación, excusa, o cortina de humo, esta opinión nada tiene que ver con mis compañeros de residencia. Que ninguno, confío, se sienta ofendido o aludido. Si me he decidido a contar esto es porque una gran nevada nos ha amenazado los últimos días y el frío, a los pies del Peñalara, no me ha parecido tan preocupante como el manto helado que cubre el mundo editorial.
Por cierto, hace mucho tiempo que me da un poco igual lo que piensen los demás, y me considero escritor porque escribo. Nada tiene que ver con publicar, dónde y cómo lo haga o cuántos ejemplares se vendan. Lo que sí he aprendido en estos últimos años es que en este mundillo, como en la vida en general, lo mejor es hacer amigos o, por lo menos, no perderlos; caer simpático y no meterse en muchas polémicas.
Así que este tipo de opiniones debería reservármelas, pero no hago nada más que tirar piedras contra mi tejado. A ver si por lo menos me dan para hacerme una casita en la montaña donde poder seguir escribiendo tranquilamente, aunque no se publique y aunque nadie pueda leerlo.
Sé que a veces, esas experiencias osadas e inconscientes son las que marcan tu futuro, te posicionan en el mapa y te destacan entre el numerosísimo grupo de aspirantes que se postulan con sus proyectos y manuscritos. Además, como siempre repiten los optimistas, "el no ya lo tienes", "los trenes pasan todos los días" y "algún día estarás en el sitio y en el momento adecuados".
Yo me considero un seudooptimista. Aún mantengo esos ratitos de ensoñación, esperanza y calorcito en el corazón, que me permiten permanecer activo, acurrucarme en la paciencia y ser constante. Pero mi parte práctica, por la experiencia acumulada, me hace estar en contacto con el suelo, aunque a veces sea solo con el meñique del pie.
Desde que me planteé publicar mis primeros escritos aposté por la autoedición. Reconociendo mis limitaciones y las grandes dificultades para acceder a una editorial convencional de reconocido prestigio, decidí marcar mi propio ritmo, confiando en ir avanzando aunque fuese muy despacio, abriendo alguna puerta que otra y, como vulgarmente se dice, "haciendo callo".
No me arrepiento. Creo que acerté, a pesar de que, para algunas ayudas de edición del Ministerio de Cultura, los autoeditados no existan; algunas librerías no los quieran en sus estanterías; en determinadas ferias del libro estén vetados; u otros escritores te miren por encima del hombro porque una pequeña editorial, que te obliga a vender un número determinado de libros para recuperar su inversión, confíe en ti.
Esas editoriales, que se hacen llamar "convencionales", funcionan como una autoedición encubierta, con la diferencia de que se quedan parte de los derechos por unos cuantos años, o de por vida, en todos los territorios terrestres y extraterrestres, impidiéndote recuperar tu obra, aunque a ellos ya no les interese, y las apuestas que hagan, en materia de presentaciones y de difusión por las librerías, sean inexistentes.
Tengo compañeros que para regalar sus propios libros deben comprarlos, pedir permiso para hacer cualquier actividad con ellos, organizar sus propias presentaciones, fiarse de las ventas que les dicen tener y recibir ridículas regalías. Pero sacan pecho y consideran que ellos sí se pueden llamar escritores, porque luego, para rellenar su programación en las ferias del libro, los invitan a firmar en sus casetas, y parece que cuanto más lejos esté la feria, más importantes son.
Solo en una ocasión mandé un cuento a una editorial, y ante su silencio, ni un mísero correo de agradecimiento o de "ya le avisaremos", dije "nunca más". Eso no significa que descarte hacerlo o que pueda escuchar las propuestas que algún día me lleguen, pero mucho deben cambiar las cosas para que dé mi brazo a torcer.
Algunos, ante mi pensamiento sobre las editoriales, con la boca grande, pero siempre a las espaldas, me llaman "cínico", "mediocre", "envidioso", "conformista", "orgulloso", "poco humilde", mientras esconden sus miserias tras su ego, las cuentan de pasada y con la boquita pequeña.
Aunque suene a justificación, excusa, o cortina de humo, esta opinión nada tiene que ver con mis compañeros de residencia. Que ninguno, confío, se sienta ofendido o aludido. Si me he decidido a contar esto es porque una gran nevada nos ha amenazado los últimos días y el frío, a los pies del Peñalara, no me ha parecido tan preocupante como el manto helado que cubre el mundo editorial.
Por cierto, hace mucho tiempo que me da un poco igual lo que piensen los demás, y me considero escritor porque escribo. Nada tiene que ver con publicar, dónde y cómo lo haga o cuántos ejemplares se vendan. Lo que sí he aprendido en estos últimos años es que en este mundillo, como en la vida en general, lo mejor es hacer amigos o, por lo menos, no perderlos; caer simpático y no meterse en muchas polémicas.
Así que este tipo de opiniones debería reservármelas, pero no hago nada más que tirar piedras contra mi tejado. A ver si por lo menos me dan para hacerme una casita en la montaña donde poder seguir escribiendo tranquilamente, aunque no se publique y aunque nadie pueda leerlo.
MOI PALMERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM