Con las derrotas de Hitler y Mussolini hace siete décadas, y el fin, hace cinco, de las dictaduras de Portugal y España, creíamos haber erradicado el fascismo para siempre por estos lares, al menos, del mundo civilizado occidental. Pero ese fenómeno totalitario de dominio público que pretende la subordinación, la integración y la homogeneización de los gobernados, parece que rebrota, cual Ave Fénix, vivito y coleando, semioculto tras máscaras que, sin embargo, no logran esconder del todo el peligro que representa allí donde surge y se manifiesta, primero, sutilmente y, luego, de forma descarada y sin complejos.
Ese fascismo –término derivado del sustantivo fascio [haz] con el que se denominó a los Fascios (haces o escuadrones) de Combate de Mussolini–, que concibe la política como un conflicto irrefrenable de amigo-enemigo y no como una confrontación pacífica de ideas y programas entre adversarios, resurge a lomos de las redes sociales, las “fakes news” y la consolidación de partidos de ultraderecha en todo el mundo, pero especialmente en Europa, cuyos mensajes han logrado calar en la opinión pública y fomentar la polarización social.
Ya lo había advertido Umberto Eco, en su ensayo Il fascismo eterno, cuando alertó que el fascismo eterno “puede volver de nuevo bajo las vestiduras más inocentes”. Y señaló, como pista para reconocerlo, que “el fascismo emplea y promueve un vocabulario empobrecido para limitar el razonamiento crítico”.
Un vocabulario que manosea de manera machacona el supuesto fracaso de la democracia, la reivindicación de la soberanía nacional frente a Europa y la protección del ciudadano nativo ante la presunta ola de inmigración que desnaturaliza nuestra sociedad. Un discurso populista, simple y ramplón.
Por eso rebrota por doquier, desde Trump a Milei, pasando por Orbán, Meloni y demás franquicias, propalando eslóganes que exaltan la nostalgia de un pasado idílico, la defensa del pueblo como colectividad virtuosa frente a políticos corruptos, el desprecio a la democracia parlamentaria o sus instituciones, la propaganda del racismo y el fomento de la hostilidad hacia los inmigrantes y otras minorías, el nacionalismo tradicionalista, excluyente e intolerante, la movilización de las calles contra leyes, instituciones y poderes del Estado, la exhibición de actitudes, comportamientos y lenguajes brutales que invitan a la violencia y, sobre todo, la negación o distorsión de cualquier la información veraz –incluida la científica– que contradiga sus postulados y evidencie sus objetivos antidemocráticos.
De ahí que nieguen la violencia machista, el cambio climático o la eficacia de las vacunas, por ejemplo. Sus dirigentes son hábiles en realizar afirmaciones contundentes y emocionales que favorecen una cierta fascinación en personas que, por edad o desidia, poco o nada saben del fascismo histórico y la desgracia que provocó en Europa no hace tanto.
Tanto es su empuje que –como señala Emilio Gentile en el libro-entrevista Quién es fascista (Alianza editorial, 2019) del que extraigo datos e ideas para este artículo–, el vocablo fascista se ha banalizado hasta el extremo de servir para calificar a cualquiera que muestre actitudes autoritarias, sin hacer distinción de que no todos los autoritarios son fascistas, aunque todo fascista es, cuando menos, autoritario y partidario de un rígido orden que garantice la seguridad y los privilegios de unos pocos y la sumisión de la mayoría.
A pesar de eso, es fácil reconocer una inspiración fascista en las actitudes y pretensiones de algunos partidos o líderes políticos del presente, que esgrimen el orden y la seguridad como bandera. Un orden –su orden– que abarca la cultura, la educación, la judicatura, la religión y la política, ámbitos que han de plegarse al ideario fascista que limita o impide la libertad de expresión, la diversidad social, la pluralidad de creencias, la igualdad sexual y los derechos de las minorías.
Ese ideario, que no llega a ser ideología porque es más táctico que teórico, permea las mentes de los crédulos e ingenuos que creen que los complejos problemas de nuestra época se solucionan con las recetas simples de los populistas, convirtiéndolos en cómplices involuntarios del vigoroso renacer del fascismo en la actualidad.
Vox es ejemplo palmario de las simpatías que despierta el fascismo entre una juventud desorientada y unos votantes acríticos, convencidos de que Europa es el problema, los inmigrantes son un peligro, que la globalización nos perjudica, el feminismo es una afrenta al orden natural, la ecología y la sostenibilidad son obstáculos para nuestra agricultura y que la ciencia es un disparate. Ideas que se nutren del desencanto que ocasiona la democracia en algunos sectores sociales que esperaban más de ella y del temor a la modernidad y las libertades que amparan a todos, sin distinción ni privilegios.
Gente descontenta hasta tal punto que es incapaz de considerarse demócrata porque no acepta el gobierno del pueblo, ni liberal porque desprecia la libertad individual, ni socialista por repudiar la igualdad social, ni siquiera conservadora porque prefiere un capitalismo dirigista, ni por supuesto comunista por desdeñar la comunión de los bienes, ni mucho menos anarquista por ser contraria a la abolición del poder.
Desubicados ideológicamente y frustrados con la democracia y sus retos, acaban siendo presa fácil de un fascismo que les promete un proteccionismo defensivo que salvaguarde inciertas identidades nacionales, amenazadas tanto por la globalización como por las “invasiones” de inmigrantes.
Y para más inri, todo ello se ha exacerbado exponencialmente con la llegada, por segunda vez, de Donald Trump a la Casa Blanca con ánimo de venganza y dispuesto a imponer su visión “autoritaria” –su orden– del mundo. Un dirigente que con sus tics autoritarios y su xenofobia, como gobernante del país más poderoso del planeta, supone una involución en aquella vieja democracia y un estímulo para sus émulos en otras partes del mundo, a los que invitó a su toma de posesión.
Trump comparte con el fascismo, como señala el semanario The Week, el culto a la personalidad, la obsesión por la recuperación de una nación renacida, el victimismo nacionalista y un exacerbado odio racial, además de no repudiar la violencia ni los grupos armados en defensa de su causa, como sucedió con el asalto al Capitolio cuando perdió aquellas elecciones. Son elementos sumamente peligrosos de una mentalidad fascista en el gobernante de la primera potencia mundial. Es para echarse a temblar.
Porque si quedaba alguna duda del “orden” que Trump está decidido implantar, la visita del vicepresidente J.D. Vance a Europa lo ha aclarado todo, sin subterfugios ni sutilezas. Este mandatario ha apoyado abiertamente a los partidos fascistas, especialmente, por la proximidad electoral, a la ultraderecha nazi de Alemania.
Ha desafiado frontalmente a la democracia de Europa, tachándola de ser una interpretación errónea de la democracia, tal como la entiende el nuevo “sheriff” estadounidense. Y ha ninguneado a la Unión Europea al no incluirla en las conversaciones que mantendrán EE.UU y Rusia para llegar a un acuerdo de paz sobre la invasión rusa en el suelo europeo de Ucrania.
Por lo conocido hasta ahora, parece más bien que pretenden repartirse el país y sus recursos, sin que Europa pueda negarse. Nada extraño en Trump, que ya ha vertido amenazas imperialistas contra Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá, llevando tan solo un mes en la Casa Blanca.
Estas, junto a otras muchas, son señales inquietantes que avisan que el fascismo rebrota con renovado ímpetu en nuestros días. Y es que, como decía Primo Levi, antifascista italiano prisionero en Auschwitz, “cada tiempo de la historia tiene su propio fascismo”. Solo es cuestión de saber detectarlo. Y de combatirlo, sabiendo lo que votamos.
Ese fascismo –término derivado del sustantivo fascio [haz] con el que se denominó a los Fascios (haces o escuadrones) de Combate de Mussolini–, que concibe la política como un conflicto irrefrenable de amigo-enemigo y no como una confrontación pacífica de ideas y programas entre adversarios, resurge a lomos de las redes sociales, las “fakes news” y la consolidación de partidos de ultraderecha en todo el mundo, pero especialmente en Europa, cuyos mensajes han logrado calar en la opinión pública y fomentar la polarización social.
Ya lo había advertido Umberto Eco, en su ensayo Il fascismo eterno, cuando alertó que el fascismo eterno “puede volver de nuevo bajo las vestiduras más inocentes”. Y señaló, como pista para reconocerlo, que “el fascismo emplea y promueve un vocabulario empobrecido para limitar el razonamiento crítico”.
Un vocabulario que manosea de manera machacona el supuesto fracaso de la democracia, la reivindicación de la soberanía nacional frente a Europa y la protección del ciudadano nativo ante la presunta ola de inmigración que desnaturaliza nuestra sociedad. Un discurso populista, simple y ramplón.

Por eso rebrota por doquier, desde Trump a Milei, pasando por Orbán, Meloni y demás franquicias, propalando eslóganes que exaltan la nostalgia de un pasado idílico, la defensa del pueblo como colectividad virtuosa frente a políticos corruptos, el desprecio a la democracia parlamentaria o sus instituciones, la propaganda del racismo y el fomento de la hostilidad hacia los inmigrantes y otras minorías, el nacionalismo tradicionalista, excluyente e intolerante, la movilización de las calles contra leyes, instituciones y poderes del Estado, la exhibición de actitudes, comportamientos y lenguajes brutales que invitan a la violencia y, sobre todo, la negación o distorsión de cualquier la información veraz –incluida la científica– que contradiga sus postulados y evidencie sus objetivos antidemocráticos.
De ahí que nieguen la violencia machista, el cambio climático o la eficacia de las vacunas, por ejemplo. Sus dirigentes son hábiles en realizar afirmaciones contundentes y emocionales que favorecen una cierta fascinación en personas que, por edad o desidia, poco o nada saben del fascismo histórico y la desgracia que provocó en Europa no hace tanto.
Tanto es su empuje que –como señala Emilio Gentile en el libro-entrevista Quién es fascista (Alianza editorial, 2019) del que extraigo datos e ideas para este artículo–, el vocablo fascista se ha banalizado hasta el extremo de servir para calificar a cualquiera que muestre actitudes autoritarias, sin hacer distinción de que no todos los autoritarios son fascistas, aunque todo fascista es, cuando menos, autoritario y partidario de un rígido orden que garantice la seguridad y los privilegios de unos pocos y la sumisión de la mayoría.

A pesar de eso, es fácil reconocer una inspiración fascista en las actitudes y pretensiones de algunos partidos o líderes políticos del presente, que esgrimen el orden y la seguridad como bandera. Un orden –su orden– que abarca la cultura, la educación, la judicatura, la religión y la política, ámbitos que han de plegarse al ideario fascista que limita o impide la libertad de expresión, la diversidad social, la pluralidad de creencias, la igualdad sexual y los derechos de las minorías.
Ese ideario, que no llega a ser ideología porque es más táctico que teórico, permea las mentes de los crédulos e ingenuos que creen que los complejos problemas de nuestra época se solucionan con las recetas simples de los populistas, convirtiéndolos en cómplices involuntarios del vigoroso renacer del fascismo en la actualidad.
Vox es ejemplo palmario de las simpatías que despierta el fascismo entre una juventud desorientada y unos votantes acríticos, convencidos de que Europa es el problema, los inmigrantes son un peligro, que la globalización nos perjudica, el feminismo es una afrenta al orden natural, la ecología y la sostenibilidad son obstáculos para nuestra agricultura y que la ciencia es un disparate. Ideas que se nutren del desencanto que ocasiona la democracia en algunos sectores sociales que esperaban más de ella y del temor a la modernidad y las libertades que amparan a todos, sin distinción ni privilegios.

Gente descontenta hasta tal punto que es incapaz de considerarse demócrata porque no acepta el gobierno del pueblo, ni liberal porque desprecia la libertad individual, ni socialista por repudiar la igualdad social, ni siquiera conservadora porque prefiere un capitalismo dirigista, ni por supuesto comunista por desdeñar la comunión de los bienes, ni mucho menos anarquista por ser contraria a la abolición del poder.
Desubicados ideológicamente y frustrados con la democracia y sus retos, acaban siendo presa fácil de un fascismo que les promete un proteccionismo defensivo que salvaguarde inciertas identidades nacionales, amenazadas tanto por la globalización como por las “invasiones” de inmigrantes.
Y para más inri, todo ello se ha exacerbado exponencialmente con la llegada, por segunda vez, de Donald Trump a la Casa Blanca con ánimo de venganza y dispuesto a imponer su visión “autoritaria” –su orden– del mundo. Un dirigente que con sus tics autoritarios y su xenofobia, como gobernante del país más poderoso del planeta, supone una involución en aquella vieja democracia y un estímulo para sus émulos en otras partes del mundo, a los que invitó a su toma de posesión.

Trump comparte con el fascismo, como señala el semanario The Week, el culto a la personalidad, la obsesión por la recuperación de una nación renacida, el victimismo nacionalista y un exacerbado odio racial, además de no repudiar la violencia ni los grupos armados en defensa de su causa, como sucedió con el asalto al Capitolio cuando perdió aquellas elecciones. Son elementos sumamente peligrosos de una mentalidad fascista en el gobernante de la primera potencia mundial. Es para echarse a temblar.
Porque si quedaba alguna duda del “orden” que Trump está decidido implantar, la visita del vicepresidente J.D. Vance a Europa lo ha aclarado todo, sin subterfugios ni sutilezas. Este mandatario ha apoyado abiertamente a los partidos fascistas, especialmente, por la proximidad electoral, a la ultraderecha nazi de Alemania.
Ha desafiado frontalmente a la democracia de Europa, tachándola de ser una interpretación errónea de la democracia, tal como la entiende el nuevo “sheriff” estadounidense. Y ha ninguneado a la Unión Europea al no incluirla en las conversaciones que mantendrán EE.UU y Rusia para llegar a un acuerdo de paz sobre la invasión rusa en el suelo europeo de Ucrania.

Por lo conocido hasta ahora, parece más bien que pretenden repartirse el país y sus recursos, sin que Europa pueda negarse. Nada extraño en Trump, que ya ha vertido amenazas imperialistas contra Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá, llevando tan solo un mes en la Casa Blanca.
Estas, junto a otras muchas, son señales inquietantes que avisan que el fascismo rebrota con renovado ímpetu en nuestros días. Y es que, como decía Primo Levi, antifascista italiano prisionero en Auschwitz, “cada tiempo de la historia tiene su propio fascismo”. Solo es cuestión de saber detectarlo. Y de combatirlo, sabiendo lo que votamos.
DANIEL GUERRERO
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR

