Nadie que narre un mito es inocente. Por eso, ningún mito lo es. La palabra evoca la Antigüedad Clásica y la cosmogonía griega. Es un relato ficticio que esconde una enseñanza a la que no siempre se puede llegar con las herramientas de la ciencia, pero también la magnificación idealizada de un hecho “canónico”, como dirían los jóvenes de hoy.
En Roma, la historia de Rómulo y Remo, los hechos que llevaron a la implantación de la República y el ascenso de César y Augusto fueron mitificados. Sin lugar a dudas, son hechos y personas que existieron de un modo u otro. Sin embargo, el relato fue dulcificado y rodeado de un aura religiosa para aumentar la legitimidad del Régimen imperante.
Relato y hegemonía. España también cuenta con sus mitos. Por nuestra naturaleza realista, suelen ser hechos históricos adornados con las vestimentas de la épica y la dulcificación. Viriato y Numancia en la resistencia contra Roma; Leovigildo y Recaredo, reges Hispaniae; Rodrigo, cuyo abuso de la hija del conde Julián le hizo perder el reino y la vida en batalla —como curiosidad, comento que el Romancero ofrece relatos alternativos. En una versión, se deja matar por la picadura de las serpientes tras la derrota: “[…] la culebra me comía; / cómeme ya por la parte / que todo lo merecía, / por donde fue el principio /de la mi muy gran desdicha”—; los hechos de 1492, y un largo etcétera que concluyen con la Transición.
Que la Transición es un mito es una afirmación de la que no cabe duda. Son varias las pruebas que demuestran la intervención estadounidense y, en su caso, alemana en cuestiones como la Marcha Verde —auténtica vergüenza nacional—, o el ascenso del PSOE. Asimismo, la figura mesiánica del rey Emérito está cada vez más cuestionada.
Sin embargo, desde la Transición, no tenemos mitos ni hechos extraordinarios. Lo único con lo que nos encontramos es con una constante sensación de decrepitud y un ansia de épica. El 15M pretendió serlo, pero ha quedado en anécdota. Cataluña sí lo intentó. Bajo ideas supremacistas y xenófobas, pero hicieron su DUI.
Salvo los éxitos de la selección española de fútbol, nada ha puesto tan de acuerdo a la mayor parte de la población española —cosa difícil— que aquella DUI. Fue una oportunidad perdida de reafirmar el poder del Gobierno Central, quitar competencias clave a las autonomías y ofrecer un relato constructivo.
Por desgracia, la incapacidad y la tibieza de Mariano Rajoy impidió que se convirtiera en un hecho que uniera, dando la oportunidad al Kennedy español de usar algo con lo que una mayoría estaba de acuerdo para dividir y polarizar a la población.
De manera consciente o inconsciente, España es un país necesitado de mitos —y, a ser posible, también de hechos—. Estamos necesitados de un relato, real o falso, que reafirme el presente, que una a una mayoría social y que nos ayude a afrontar el futuro. Cualquier cosa que diera unidad sería bienvenida. Para lo bueno y para lo malo, no parece que nadie esté capacitado para ello, sino para lo opuesto. Y, por eso, solo escuchamos ruido.
Haereticus dixit
En Roma, la historia de Rómulo y Remo, los hechos que llevaron a la implantación de la República y el ascenso de César y Augusto fueron mitificados. Sin lugar a dudas, son hechos y personas que existieron de un modo u otro. Sin embargo, el relato fue dulcificado y rodeado de un aura religiosa para aumentar la legitimidad del Régimen imperante.
Relato y hegemonía. España también cuenta con sus mitos. Por nuestra naturaleza realista, suelen ser hechos históricos adornados con las vestimentas de la épica y la dulcificación. Viriato y Numancia en la resistencia contra Roma; Leovigildo y Recaredo, reges Hispaniae; Rodrigo, cuyo abuso de la hija del conde Julián le hizo perder el reino y la vida en batalla —como curiosidad, comento que el Romancero ofrece relatos alternativos. En una versión, se deja matar por la picadura de las serpientes tras la derrota: “[…] la culebra me comía; / cómeme ya por la parte / que todo lo merecía, / por donde fue el principio /de la mi muy gran desdicha”—; los hechos de 1492, y un largo etcétera que concluyen con la Transición.

Que la Transición es un mito es una afirmación de la que no cabe duda. Son varias las pruebas que demuestran la intervención estadounidense y, en su caso, alemana en cuestiones como la Marcha Verde —auténtica vergüenza nacional—, o el ascenso del PSOE. Asimismo, la figura mesiánica del rey Emérito está cada vez más cuestionada.
Sin embargo, desde la Transición, no tenemos mitos ni hechos extraordinarios. Lo único con lo que nos encontramos es con una constante sensación de decrepitud y un ansia de épica. El 15M pretendió serlo, pero ha quedado en anécdota. Cataluña sí lo intentó. Bajo ideas supremacistas y xenófobas, pero hicieron su DUI.
Salvo los éxitos de la selección española de fútbol, nada ha puesto tan de acuerdo a la mayor parte de la población española —cosa difícil— que aquella DUI. Fue una oportunidad perdida de reafirmar el poder del Gobierno Central, quitar competencias clave a las autonomías y ofrecer un relato constructivo.

Por desgracia, la incapacidad y la tibieza de Mariano Rajoy impidió que se convirtiera en un hecho que uniera, dando la oportunidad al Kennedy español de usar algo con lo que una mayoría estaba de acuerdo para dividir y polarizar a la población.
De manera consciente o inconsciente, España es un país necesitado de mitos —y, a ser posible, también de hechos—. Estamos necesitados de un relato, real o falso, que reafirme el presente, que una a una mayoría social y que nos ayude a afrontar el futuro. Cualquier cosa que diera unidad sería bienvenida. Para lo bueno y para lo malo, no parece que nadie esté capacitado para ello, sino para lo opuesto. Y, por eso, solo escuchamos ruido.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO ESCOBAR
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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